VALENCIA. Cuándo te vas? Es la pregunta que -creo- más veces he escuchado desde bocas tan diferentes durante la última década. Esta última década de crematorios (Chirbes), mangutas y tranvías hacia ninguna parte; de desfalcos, bigotes, zapatos con borlas, lumis de doscientos la hora y humo (demasiado humo) en los reservados del Ventorro. «¿Cuándo te vas de Valencia?» «Porque estarás deseando irte, ¿no?».
De Valencia hay que huir, parece ser. Huir («se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte») hacia ese Madrid de los atardeceres imposibles, el vermú de grifo y el salmorejo en la barra de Laredo. O quizá huir hacia aquella Barcelona distante del barrio alto (la Barcelona que nos gusta), las compras en Santa Eulàlia y los croissants de Federal, la Barcelona de los dragones, el trencadís y la cultura a pie de calle: vivir y leer. Es una buena pregunta: «¿Por qué no me voy?».
Si hay un buen momento, éste es; con las ratas devorando hasta el último cáñamo de la madera de este barco que ya no fondeará en ninguna playa de Serrat. Valencia está jodida y no habrá piedad desde el Congreso que custodian los leones de hierro fundido de Ponzano y Gascón; no habrá orquesta que siga tocando sonatas en este Titanic que se hunde, que se está hundiendo. Escribiré un artículo y empezará así: «¿Cuándo te vas?».
Anoto la idea en un tren varado en Santa Justa (Sevilla) y lo escribiré mañana (mañana será viernes), ya en casa (mi casa, por ahora, se llama Valencia). Viernes. Última semana de octubre; unos minutos más allá de las ocho de la mañana, veintitrés grados y una humedad que olvidó tomar prisioneros: cala hasta los huesos. Cargo el portátil, la prensa del día y un par de libros, pero antes de la faena: hay que desayunar.
Bajo a la playa; vivo en la Patacona, esa otra Valencia vibrant alejada de todas las valencias: bicicletas bicicletas, deportistas, chuchos tras dueños, niñas monas y portuarios con tatuajes baratos se mezclan por igual en el paseo de esta playa tan silenciosa y, sin embargo, tan nuestra, tan fiel a aquel credo de Manuel Vicent: «Sé perfectamente que el día en que me muera no echaré de menos los grandes acontecimientos que haya podido vivir, sino el perfume del café con las tostadas del desayuno y estirar la pierna hacia el lado fresco de la sábana en las mañanas de primavera».
Pido un café y una tarta de zanahoria en La Más Bonita, frente al mar. Frente al mar pasan las hojas del periódico con una cadencia diferente, no hay prisa. Una hora más tarde estoy aparcando el coche en el que (creo) es mi lugar favorito de Valencia: el Mercado Central. Y es que pese a todos los tópicos, no he conocido un mercado así en el mundo (mi trabajo es viajar y escribir).
Aquí es imposible no maravillarse ante cada puesto, cada aroma y cada sonrisa; hay que pararse en los quesos de Manglano, los pescados de Los Malagueños, los guisantes en Carme Catalá o la fruta de Puchades y Margarita, la carne de Varea o los frutos secos en Carrasco. Tras las compras, una visita a Futurama a recoger Los surcos del azar, de Paco Roca, el cómic sobre nuestro pasado que dibuja mi presente en una mesa de la terraza de la librería Dadá, en el Muvim.
Un vino blanco acompaña el aperitivo y el sol castiga el acero de las sillas de este otoño imposible, ¿cómo es posible esta luz? Miro alrededor, cruzo dos miradas (aquí las mujeres siguen mirando a los ojos), respondo algún mensaje de una vieja amiga: sé que me arrepentiré mañana. Pero Memento Mori. O sea, dit i fet, que dicen por aquí. Todo es ahora; y mañana será otro día. Comeré más tarde, en un barra donde me llaman por mi nombre, todavía. Pido el expresso. Abro el portátil. Empiezo el artículo. ¿Cuándo te vas?
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