VALENCIA. El bélico es uno de los géneros más explotados por la industria del cine desde sus orígenes. Baste recordar, por ejemplo, que una de las obras maestras del periodo mudo es la polémica El nacimiento de una nación (Birth of a Nation, David W. Griffith, 1915), ambientada en la Guerra de Secesión estadounidense.
No obstante, el conflicto armado que más veces ha sido representado en la gran pantalla es, sin duda, la Segunda Guerra Mundial, todavía presente en populares producciones recientes como Malditos bastardos (Inglorious Basterds, Quentin Tarantino, 2009), donde Brad Pitt incorporaba a un militar americano cuyos ecos resuenan inevitablemente en el personaje que encarna en Corazones de acero (Fury, David Ayer, 2014), la película que llega hoy a los cines de toda España.
Ambientada en abril de 1945, se centra en una brigada de cinco soldados americanos a bordo de un tanque y a las órdenes de un veterano sargento, que deben luchar contra un ejército nazi que se encuentra al borde de la desesperación, puesto que los alemanes saben ya por entonces que su derrota es inevitable.
Un film que, a diferencia del realizado por Tarantino, donde se utilizaba la ficción cinematográfica como instrumento para cambiar la historia (y, de paso, hacer una jugosa reflexión sobre el medio), nunca se plantea el conflicto desde otra perspectiva que no sea la de ajustarse a los parámetros de género y la aplicación de una pátina realista a los hechos narrados. Un título más, en definitiva, que sumar a una filmografía pródiga en cintas de mera propaganda, pero también en obras de indiscutible relevancia.
DESDE ESTADOS UNIDOS
Ya se sabe que la de Hollywood es una industria tendente al autobombo y la glorificación de la patria. En ese contexto, abundan en su historia las películas relacionadas con la Segunda Guerra Mundial dedicadas a glosar las hazañas del ejército americano, pero tampoco son escasas las voces críticas, incluso en el campo del documental, como demuestra Let There Be Light (1946), de John Huston, que fija su atención en un grupo de soldados con traumas de guerra desde el día de su llegada al hospital hasta que son dados de alta. Demoledor en su descripción de las secuelas psicológicas que acarrea la participación en un conflicto armado, el ejército americano (que lo había financiado) se negó rotundamente a distribuirlo y no se exhibió comercialmente hasta 1980.
No han faltado tampoco los directores que han abordado la vida en el frente con realismo y alejándose de visiones heroicas o mitificadoras. Samuel Fuller, que combatió en la contienda (y fue condecorado), ofreció una visión poco complaciente de ella en Casco de acero (The Steel Helmet, 1951), Invasión en Birmania (Merrill's Marauders, 1962) y, sobre todo, Uno Rojo división de choque (The Big Red One, 1980), una obra maestra reconstruida en 2004, con más de cuarenta minutos añadidos a la primera versión.
Protagonizada por un portentoso Lee Marvin, retrata a un escuadrón de soldados apenas salidos de la adolescencia, que combaten desde el norte de África hasta Normandía en pos del que, según Fuller, es el mayor honor en la guerra: Sobrevivir. Un film implacable, sin héroes, que retrata con veracidad los avatares de la lucha en la primera línea del frente.
Similar mirada proyecta sobre la Segunda Guerra Mundial otro cineasta de raza, Sam Peckinpah, en la no menos destacable La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977), en la que hace una radiografía de las relaciones entre los altos mandos del ejército y los soldados que recuerda el profundo antimilitarismo de Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), donde Stanley Kubrick tocaba temas similares, pero en el contexto de la Primera Guerra Mundial.
Peckinpah no se ahorra los cáusticos apuntes sobre la incompetencia de los oficiales que toman decisiones a capricho en pro de su beneficio personal, considerando a sus subordinados pura carne de cañón, mano de obra sacrificable a cualquier precio. Son cineastas cuyo discurso subraya la idea de que no hay gloria alguna en la guerra, solo muerte y miseria.
Y es que si durante el conflicto se impuso la tendencia propagandística, destinada a levantar el ánimo de los espectadores que seguían desde la distancia los avances de su ejército en Europa, a partir de los años sesenta manda la tendencia a la desmitificación. Otro buen ejemplo es Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967), donde una patrulla compuesta por convictos de toda clase y condición (asesinos, violadores) recibe la propuesta de llevar a cabo una misión suicida a cambio de ver conmutadas sus penas.
Un reparto de auténtico lujo, encabezado nuevamente por Lee Marvin (y con Telly Savallas, John Cassavetes, Charles Bronson o Ernest Borgnine, entre otros), vuelve a ofrecer una imagen de la guerra como un auténtico infierno, repleto de violencia y habitado por personajes desesperados y descreídos, sin redención posible. El propio Aldrich había firmado años antes la implacable Attack (1956), con un soberbio Jack Palance.
De esa postura a la abiertamente cínica hay un solo paso. Y lo dio Brian G. Hutton en la divertida Los violentos de Kelly (Kelly's Heroes, 1970), antecedente directa de Tres reyes (Three Kings, David O. Russell, 1999). En la película, un puñado de soldados decide olvidarse de la guerra contra los alemanes para centrar sus esfuerzos (y sus conocimientos militares) en robar un cargamento de lingotes de oro en propiedad de los nazis. Su patriotismo se limita a su amor por la riqueza, y al final no dudan en llegar a un acuerdo con los alemanes para compartir el botín.
Otro reparto de campanillas (Clint Eastwood, Donald Sutherland, Savallas) se ponía esta vez al servicio de un film que ofrece otra visión de la guerra, alejada de la aparatosidad que habían propuesto superproducciones centradas en destacar el coraje de los aliados, como El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962) o El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean, 1957).
De la combinación entre ambas propuestas, es decir, de la unión entre la vocación comercial, de voluntad espectacular y aliento heroico, con cierto distanciamiento irónico, surgiría un título mítico: La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1963), con un inolvidable Steve McQueen.
Directores como Terrence Malick, con la evocadora pero cruda La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998); John Ford, responsable de la incisiva No eran imprescindibles (They Were Expendable, 1945); o Fritz Lang, autor de la magnífica Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die!, 1943), que contó con la colaboración de Bertolt Brecht en el guión, son otros de los muchos cineastas que en algún momento se han aproximado a la Segunda Guerra Mundial en el seno de la industria estadounidense.
La lista de films relacionados con el tema es extensa: El escritor Javier Coma recogió cien de sus títulos más significativos en Aquella guerra desde aquel Hollywood (Alianza Editorial, 1998), un libro centrado en un periodo de producción que abarca de 1938 a 1967 y se circunscribe únicamente a la producción americana. Pero hay más, mucho más.
DESDE FUERA DE HOLLYWOOD
Es posible, por ejemplo, que algún lector se esté preguntando por qué no ha aparecido todavía en este artículo Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998). La respuesta es sencilla: Pese a su desorbitado despliegue técnico inicial, no es más que una puesta al día de films como el citado El día más largo, mientras que si se trata de entrar a valorar su discurso sobre la guerra, la película de Spielberg palidece ante una obra como la soviética Masacre (ven y mira) (Idi i Smotri, Elem Klimov, 1985), que nació como un encargo para celebrar el cuarenta aniversario de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, pero deviene escalofriante al mirar a través de los ojos de un niño progresivamente endurecido por el sufrimiento la matanza sistemática de los habitantes de las aldeas bielorrusas durante el conflicto. No, no había nada que celebrar.
Tampoco conviene olvidar Stalingrado (Stalingrad, Joseph Vilmayer, 1993) sobre la brutal batalla librada en la ciudad homónima, una coproducción ruso-germana (los dos ejércitos que se enfrentaron entonces), con un final espeluznante, que tampoco se distingue por poner la pirotecnia al servicio de la espectacularización de la muerte.
Y ya que citamos Alemania, un recuerdo para la claustrofóbica El submarino (Das Boot, Wolfgang Petersen, 1981), realizada antes de que su director emigrara a Estados Unidos para echarse a perder en títulos como Air Force One (El avión del presidente) (Air Force One, 1997) o el torpe remake de Poseidón (Poseidon, 2006).
Otra aproximación de interés es la firmada por Paul Verhoeven (también antes de marcharse a hacer carrera en Norteamérica): Eric, oficial de la reina (Soldaat van Oranje, 1977), que sigue la contienda a partir de las experiencias de cuatro estudiantes holandeses que se unen a la Resistencia.
Y ya que hablamos de la lucha civil durante la ocupación, recordemos también El ejército de las sombras (L'armée des ombres, 1969), del gran Jean-Pierre Melville, y esa obra maestra que es Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rosellini, 1945), película clave del neorrealismo italiano y alegato antibélico incontestable.
A lo largo de los años, la producción europea ha permitido al espectador tener una visión más poliédrica de la Segunda Guerra Mundial, ya fuera mediante importantes documentales, como el breve Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1956) o el extenso Shoah (Claude Lanzmann, 1985), imprescindibles ambos, ya fijando su interés en personajes singulares, como la húngara Mephisto (István Szabó, 1981), o incluso en la historia de una canción, como Lili Marleen (Rainer Werner Fassbinder, 1981).
Casi no hay aspecto relacionado con la contienda que no haya sido tratado en algún título, motivo por el que nos permitiremos terminar este somero recorrido con un film inédito en España que, sin embargo, abordaba una cuestión de indiscutible interés y además se alejaba del tono viril habitual en el cine bélico. Se trata de la producción británica Millions Like Us (Sidney Gilliat y Frank Launder, 1943), que tiene como protagonista a una de las muchísimas mujeres que, reclamadas por sus gobiernos, trabajaron desde la retaguardia en las fábricas (de armamento o, como en el caso de la película, de piezas para la construcción de aviones) y tuvieron que lidiar como pudieron con la vida cotidiana en tiempo de guerra. Quizá nunca se pusieron el uniforme militar, pero su participación también fue de importancia crucial en el conflicto.
Habría que preguntarse qué tipo de atracción despierta la segunda guerra mundial en multitud de espectadores y lectores en todo el mundo. ¿Qué mueve a personas, la mayoría antibelicistas como yo, a verse fascinados por esta temática? Una de las respuestas que he encontrado es la necesidad genética que tenemos mucha personas de combatir contra amenazas. En un tiempo, como el actual, en que te sientes amenazado pero en el que es muy difícil establecer quién es el «enemigo», la segunda guerra mundial plantea un escenario maniqueista de buenos y malos casi puro. Los nazis son los malos: fascistas, racistas responsables de una de las mayores «limpiezas étnicas de la historia», que empezaron una guerra arrastrando al resto del mundo a tomar partido en ella. Frente a esos malos, cualquier actitud que suponga el fin de los fascistas, parece entrar en el grupo de los «buenos». Los conflictos actuales, tan cargados de matices ideológicos que hacen imposible determinar quiénes son los buenos, repelen a los espectadores que sólo buscan dar rienda suelta a sus instintos básicos de defensa (afortunadamente, sólo en forma de identificación con los personajes de una historia) con la tranquilidad de dirigir tus fuerzas en una empresa justa (sin ambages ideológicos). Desde esta perspectiva, está película puede que no llegue tarde: la segunda guerra mundial parece que es la eterna causa justa que nuestro «yo guerrero» (que levante la mano quien no lo tenga) necesita como vía de escape. En mi opinión el género bélico (y sobre todo la segunda guerra mundial) todavía tienen un amplio recorrido. Sería deseable que todos tuviésemos suficiente con ver estas películas para satisfacer algunos bajos instintos.
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