VALENCIA. Si existe una prueba fehaciente de que la realidad es a día de hoy mucho más compleja para desarrollar un guión que la de hace tan solo unos años, esa prueba es el cine. Reducir a un solo espacio y convertir en verosímil una historia truculenta, una intriga compleja de resolver para el espectador, basta con borrar del mapa la red de alumbrado público, la telefonía móvil y, cómo no, Internet. Sin embargo, de ahí a conseguir una película como La Isla Mínima hay un trecho que cualquiera que conozca la oferta de cine español en cartelera es capaz de distinguir.
El thriller vive un auténtico apogeo en el cine local, surgido por cierto a la vez que la profunda crisis económica de la -institucionalmente maltratada- industria. Y la verdad es que recursos no faltan, porque cuando uno acaba de ver -algo exhausto- La isla mínima (Alejandro Rodríguez, 2014) se da cuenta de cuán rica puede ser la diversidad española como para enriquecer y hacer propio un género. Rica en paisajes lingüísticos, rica en paisajes naturales, pero sobre todo rica en paisajes humanos. Tan humanos como los cerebros en los que convierte el realizador las marismas del Guadalquivir en sus planos cenitales.
Las dictaduras del siglo XX, como es el caso de la impuesta por el golpista Francisco Franco, tiene un especial inconveniente de cara al citado género: que buenos y malos, bien y mal, no están autorizados a confundirse en la ficción. En caso de hacerlo, el final está llamado a resolver -para mayor regocijo de un público acostumbrado a redondear historias- quién juega qué papel .
La Isla Mínima emborrona estos márgenes con éxito, cuenta con un casting impecable, va de menos a más y, como las buenas etapas de La Vuelta a España, termina en alto, pero hasta la meta. Los últimos 45 minutos disipan las dudas que plantea la primera hora: diálogos forzosamente rápidos, resolviendo el escenario como si se tratase de un telefilm, frases que se interponen para dejar muy muy claro qué papel juega cada personaje en la trama, actuaciones de actores no profesionales que no funcionan del todo -otras son incontestables- y cierta celeridad por resolver la estrategia de las partes en un marco físico mágico.
Si los bajos fondos de la humanidad, la corrupción o la idiosincrasia de un pueblo como el andaluz se apresuran a verse concretados, dicho esto como defecto por las prisas, lo cierto es que el espectador tiene la ocasión de evadirse y no perder la esperanza sobre el film a base de belleza rural. Porque como también hemos redescubierto masivamente en Intemperie, la aclamada novela de Jesús Carrasco, el campo y sus gentes poseen un poder silenciado por las tendencias que despierta estímulos cada vez que sus fotogramas se reflejan en nuestro subconsciente.
Las localizaciones de Sevilla a Huelva, entre Carmona y Coria del Río, son hipnóticas. Cenitales, sí, pero también a toda velocidad sobre los coches de los 70, rodeando un cortijo abandonado o en las escaleras de una pensión que solo de ver su escasa luz llena de polvo y familiaridad el paladar. A mitad de película, uno cree haberse zambullido en la inmensidad natural del amazonas, pero reconoce los guiños, las formas y soniquetes de cuanto acontece y se siente partícpe: revueltas sindicales al modo de la ‘Transición', Renaults Dyane 6 como hilo conductor, pantalones de campana, bigotes de José Luiz López Vázquez, crucifijos por doquier, fotos de militares, en blanco y negro, poses de señorito, sudores de jornalero y personajes, en definitiva, fuertes y próximos.
Dos policías -que representan dos ideologías pero que viven su profesión- son enviados a investigar la desaparición de dos adolescentes. En el enjambre físico de las marismas luchan entre sí, contra la España de caciques y corruptelas institucionales, pero también contra quien hace el mal. Los policías son Javier Gutiérrez Raúl Arévalo, Antonio de la Torre y Nerea Barros los padres de las desaparecidas y un elenco entre los profesionales y los amateurs de la zona completan un elenco de pocos peros.
Arévalo es posiblemente el que más sobresale en la película. Él mismo, como actor, no destaca en ningún momento por encima de la inocencia de su papel. Ni envilece al ‘poli' legal que cree que podrá resolver la forma en la que funcionan las cosas -dentro y fuera del cuerpo de seguridad- ni entorpece a su yo más reaccionario. Es ambos, es débil y es potente por vocación. El actor ya es, a sus 34 años, uno de los pocos intérpretes capaces de saltar de la comedia al drama con tanta solvencia. Uno de los pocos, también, en hacer creer fácil en su profesión lo verdaderamente difícil.
Comparte coche y vivencia con un enigmático policía (Gutiérrez) de estereotipo facha, pero invitado por la trama a confundir profundamente al espectador. Sus conflictos internos son distintos, más apreciables, aunque notablemente resueltos. En cualquier, caso ambos, Guitérrez y Arévalo, logran un nivel que difícilmente pasará desapercibido en los premios al cine de este año.
De otro lado, y más allá de la fila de reparto, las apariciones de actores de la zona, no profesionales y embarcados en transmitir las formas de las marismas, el trabajo de Rodríguez es muy destacado. Porque la elección de espacio y la época es clave para economizar las posibilidades de narrar una historia, muy superior en resultado a After o Grupo 7, pero seguramente ni mucho mejor narrada ni mucho mejor realizada.
En esta economía del metraje, La Isla Mínima cuenta con una excelente planificación (en el sentido de plano) y con un aún mejor trabajo de banda sonora a cargo de Julio de la Rosa. La quietud y la velocidad unidas a la inteligencia sonora del compositor jerezano hacen que algunos flecos se resuelvan por otras vías con su presencia.
De Tesis (Alejandro Amenábar, 1996) a Los cronocrímenes (Nacho Vigalondo, 2007), de La noche de los girasoles (2006) a Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013), el cine español tiene historias para mostrar época y replantar ideas. Cine para demostrar que las dos Españas eran o son mucho más que dos realidades únicas. Cine como sensación de belleza, como la de esta película que arraiga mientras nos muestra un espacio que, bien sabemos, es hostil. Cine, en definitiva, para convencer desde la honestidad y a la vez desde la ficción, siendo muy malos tiempos para la implantación de una memoria histórica ‘agradable' y peores para una lírica de pose y opulencia en el cine de aquí.
Un poca lenta pero en general muy recomendable
Excelente crítica. Me encantó la película. Lo único que recriminar, el escaso papel de las mujeres en la historia. Muy entretenida.
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