VALENCIA. Decía con mucha inteligencia Carlos Álvarez-Novoa este jueves noche, durante el prestreno en los cines Lys de El amor no es lo que era, que la opera prima de Gabi Ochoa era una película que estaba "muy bien hecha". La expresión, tan atinada como precisa, venía a incidir en las numerosas virtudes que atesora un largometraje más que digno que reflexiona sobre las relaciones de pareja sin peroratas ni circunloquios.
La película pretende ofrecer una panorámica sobre el amor en la actualidad a partir de tres historias que se entrcruzan con habilidad a lo largo del metraje: un amor que se inicia, el que viven Nicolás Coronado y Aida Folch, un amor en transición hacia ninguna parte, el de Alberto Sanjuán y Blanca Romero, y el otoñal de Álvarez-Novoa y Petra Martínez.
Si bien la película parte de una idea similar a la de un filme apreciable y hoy prácticamente olvidado de Manuel Summers, Del rosa al amarillo (1963), imposible de ver en las televisiones porque es en blanco y negro, la apuesta de Ochoa y sus otros dos coguionistas, Ada Hernández y Rafa Cobos, es diferente y tiende más hacia unir estas historias, a ponerlas en común, que a marcar diferencias, con detalles como que los tres hombres son médicos y las tres mujeres tienen algún tipo de lesión.
La imagen de la película es una de sus principales virtudes. Hábilmente fotografiada por Gabriel Guerra y con un excelente puesta en escena mérito de Ochoa, la inmensa mayoría de los segmentos que componen la película, si son vistos de manera aislada, son hermosos. El empleo de una grafía vinculada a la Física, el uso de time-lapse de manera puntual, así como la cuidada dirección artística de Nacho Ruipérez y Abdón Alcañiz contribuyen a darle un empaque a una producción que parece haber tenido un presupuesto mucho más alto del que tuvo.
Elegante, sosegada, por contra la película es sutil hasta el exceso y, sin ser lenta, hay ocasiones en las que parece que no conduce a ninguna parte. La apuesta por retratar la realidad de manera fidedigna, de ser una ventana a la vida, ha sido tan íntegra, que el largometraje en ocasiones parece quedarse encallado, acostumbrados como estamos a que la narrativa se mueva por conflictos. No se ha apostado tampoco por la comedia, los insertos humorísticos son contados y algunos imperceptibles, como el chiste de los exámenes y la pregunta de los metales pesados.
La apuesta por componer el argumento a partir de tres historias hace que sea más evidente la aparente falta de chispa e intensidad en el segmento protagonizado por Alberto Sanjuán y Blanca Romero, frialdad por otro lado más que justificada argumentalmente; no tanto por los actores, en especial Sanjuán que está más que correcto, sino por lo insustancial de los acontecimientos previos al desenlace. La vida, ya se sabe, lo cantaba John Lennon, es eso que nos sucede mientras hacemos planes. Y de eso trata esta película, de la vida. Sin alharacas.
Otro tanto pasa en algunos momentos de las otras dos historias, pero por contra tienen virtudes que solapan esa sensación, falsa, de que no pasa nada, porque pasar pasa de todo: la de los jóvenes está llena de momentos de frescura mientras que la de Álvarez-Novoa y Martínez tiene instantes de gran ternura. Incluso se echan en falta más minutos de la historia de Folch y Coronado, carismático el debutante, con cabos sueltos como la relación de ella con su padre, un episódico personaje protagonizado por José Coronado, que da la sensación de que podría haber dado mucho más de sí. Es, posiblemente, la mejor de las tres historias.
En su conjunto se trata de un filme más que apreciable, inteligente, extraordinariamente bien realizado, en el que Ochoa da sobradas muestras de su talento como hacedor de imágenes. Esa capacidad de hilvanar estampas sin que semejen postales consigue que la película venza a los problemas que conlleva un argumento demasiado honesto, demasiado real, carente de artificio.
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