VALENCIA. El "estupor mundi", el pasmo del mundo, Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), el príncipe que gobernaba con mano dura, hablaba nueve lenguas y escribía libros de ciencia, rey de Sicilia, que entonces incluía todo el sur de Italia, y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, el único mandatario que podía hacer sombra al poder de los papas en el siglo XIII, era, como tantos otros poderosos de su época, un mujeriego empedernido. En sus 56 años de existencia se casó tres veces con diferentes reinas europeas, con las que tuvo ocho hijos, y tuvo como mínimo ocho amantes, con las que tuvo doce hijos más.
Pero, según cuentan las crónicas, sólo estuvo perdidamente enamorado de una, la siciliana Beatrice Bianca Lancia, con quien, por su condición de noble, no podía casarse. Sin embargo, lo hizo. En un postrero arrebato de amor y sufrimiento ante su pérdida, la tomó en matrimonio en 1244, mientras ella agonizaba en uno de los lechos del castillo de Monte Sant'Angelo. Así, Beatrice Bianca llegó a ser reina de Sicilia y emperatriz romano-germánica de forma efímera y, lo que debía considerar mucho más importante, legitimó los tres hijos que había tenido de aquel amor furtivo, Constanza, Manfredo y Violante, que pasaron a formar parte de la familia imperial.
Por entonces la mayor, Constanza (1230-1307), tenía 14 años y aquella decisión repentina cambió su vida por completo. En vez de permanecer en territorio italiano y casarse con algún noble local, como hubiese sido su probable destino, pasó a ser la hija del gobernante más poderoso de Europa. Pero ello también la hizo moneda de cambio político en el complejo tablero estratégico de la época, como era habitual que pasara con las mujeres, utilizadas para ganar o afianzar alianzas a través del matrimonio. Así, unos pocos meses después de la muerte de su madre, Constanza fue enviada al Imperio de Nicea, el territorio de la península anatólica, en la actual Turquía, donde se habían retirado los emperadores de Bizancio después de la ocupación de Constantinopla por parte de los cruzados en 1204.
Siendo aún una adolescente, fue entregada en matrimonio a Juan III de Nicea, de 51 años, pasando de ser hija del emperador romano de Occidente a ser, directamente, "imperatrix grecorum", la emperatriz de los griegos de Bizancio. Pero su marido únicamente se interesó por los beneficios políticos que le podía reportar aquella relación, centrando sus deseos amorosos en Marchesina, la dama principal del cortejo de Constanza. Ésta, a pesar de la situación, aguantó estoicamente durante diez años -hay reinas que lo han hecho durante mucho más tiempo-, en los que no tuvieron descendencia, hasta que en 1254 Juan III murió y pasó a gobernar Teodoro II, hijo de un matrimonio previo.
Pronto, sin embargo, se produjo un cambio dinástico protagonizado por el general de las fuerzas bizantinas, Miguel Paleólogo, que acabó proclamándose emperador en 1259 y recuperando Constantinopla dos años después, en 1261. Por aquel entonces se había enamorado de Constanza, que aún tenía 31 años y con quien intentó casarse ofreciéndole divorciarse de su mujer. Pero Constanza, por razones que desconocemos, le rechazó. Pudiendo convertirse de nuevo en la gran emperatriz de Bizancio, el imperio por antonomasia, prefirió mantenerse al margen y solicitó regresar a su tierra, junto a su hermano Manfredo, que había acabado heredando el reino de Sicilia, de manos de Federico II y Beatrice Bianca.
Pero en las tierras en las que había crecido Constanza no encontró la paz que deseaba, sino todo lo contrario. Manfredo andaba a la greña con el papa de Roma y sus aliados, los Anjou franceses, que le dieron muerte en la batalla decisiva de Benevento, en 1266, pasando a controlar todo el reino. Constanza, desesperada, se refugió con la guardia real musulmana en el castillo de Lucera, cerca de Bari, pero al cabo de poco tuvo que rendirse y fue encarcelada durante varios años.
Finalmente alguien vino en su rescate: su sobrina, también llamada Constanza, hija de Manfredo, que residía en la Corona de Aragón junto a su marido Pedro, hijo y heredero de Jaime I. De hecho, en los dominios de la Corona se refugió la flor y nata de la corte siciliana de los Hohenstaufen, como Roger de Lauria y Corrado Lancia, primos de Constanza, que pasaron a formar parte esencial de los ejércitos aragoneses. Suya fue la gloria, junto a la del ya rey Pedro el Grande, en la conquista de Sicilia de 1282, que significó la partición del reino entre la isla propiamente dicha y el territorio peninsular de Nápoles.
Constanza, en cualquier caso, decidió no regresar a su tierra. Había encontrado su sitio, por fin, en la Corona de Aragón. Concretamente en la ciudad de Valencia, donde, según cuenta la leyenda, se obró el milagro que le salvó la vida. En los duros años de la prisión siciliana Constanza había contraído la lepra, pero al llegar a la capital del reino valenciano tuvo una visión de Santa Bárbara, una mártir procedente de las tierras anatólicas en las que había residido durante tanto tiempo y de la que había llevado una reliquia consigo.
Al cabo de unos pocos días, pasando su palafrenero junto a la iglesia de San Juan del Hospital, la más antigua de la ciudad después de la catedral, el caballo indicó tercamente con la cabeza un lugar en el suelo, en el que, excavando, apareció una imagen de la propia Santa Bárbara, que fue llevada junto a ella. Constanza lavó la imagen en un barreño y después, con la misma agua, se bañó el cuerpo, que sanó milagrosamente. Así inició una intensa relación con la orden del Hospital, que también había conocido en Oriente, ya que su sede central estaba en la isla de Rodas.
Recuperada completamente, le fue cedido el Palacio del Real de Valencia, situado en los terrenos que actualmente ocupan los Jardines de Viveros. Los sucesivos reyes de la Corona así se lo encomendaron, desde Jaime I hasta Jaime II, y durante más de 35 años, de los 40 a los 77, fue la encargada de velar por el buen funcionamiento de la residencia real. Además, recibió rentas y señoríos de diversas villas reales valencianas, como Borriana, Gandia y Pego, y de ciertos lugares de musulmanes, como Beniopa y Alfàndec, a los que cabía añadir las tierras que aún conservaba en Nicea, manteniendo el título de emperatriz de los griegos.
Como gesto de gratitud hacia Santa Bárbara y la orden del Hospital hizo construir una capilla en la iglesia de San Juan y allí mismo, renunciando a ser enterrada en el panteón real aragonés del monasterio de Sijena y mostrando su íntima unión con la ciudad de Valencia, decidió que le fuera dada sepultura al llegar la hora de su muerte. Ésta se produjo el 15 de abril de 1307 y en aquella misma capilla, por la parte exterior, fue instalada la reliquia de Santa Bárbara que poseía, en una fuente a la que el pueblo valenciano podía acceder todos los 4 de diciembre, día de su fiesta.
Así llegaba a su fin la vida de toda una hija del emperador del Sacro Imperio Germánico, y emperatriz bizantina ella misma, que, como tantos otros recién llegados de la época, encontró en Valencia su ciudad ideal, en la que instalarse y morar el resto de sus días. Y la impronta que dejó fue tan grande que su memoria fue mantenida a lo largo de los siglos. Mucho tiempo después, en 1689, aquella capilla de San Juan del Hospital en la que estaba enterrada fue reformada y adaptada al gusto barroco, siendo depositados sus restos en una pequeña arca de madera con la inscripción "Aquí yaçe Doña Gostança Augusta, Enperatriz de Greçia", que aún se puede contemplar si se visita la iglesia.
Además, en la misma capilla barroca se colgó un cuadro que representaba a Constanza, en actitud orante ante Santa Bárbara y vestida como una valenciana más, con el traje popular característico de la época. Desgraciadamente la pintura desapareció como consecuencia de los daños sufridos por la iglesia durante la Guerra Civil de 1936-1939, pero, cuando menos, se ha conservado su imagen en blanco y negro.
De hecho, su memoria continuaba bien viva entre los valencianos de la época, pues no en vano muy poco tiempo antes Vicent Blasco Ibáñez la había exaltado en una de sus obras de fama internacional, Mare Nostrum, publicada en 1918. Se trataba, en realidad, de su particular versión de la Odisea homérica, narrada a través del personaje de Ulises Ferragut, un marino mercante que también contaba con una Penélope (su esposa Cinta), un Telémaco (su hijo Esteban), una Circe (su amante alemana Freya) y su propia Ítaca: "Valencia, siempre Valencia".
En concreto, a pesar de que la historia transcurre durante la Primera Guerra Mundial, la figura de Constanza está presente a lo largo de toda la novela, ya que representa el amor ideal de Ulises Ferragut encarnado en diversas mujeres: "Sus primeros amores fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz seiscientos". Ulises había dejado volar su imaginación hasta enamorarse platónicamente desde que, de pequeño, había visto con su padre la capilla con los restos y el cuadro de Constanza: "Al poder misterioso de tal nombre se yuxtaponía un nuevo misterio más obscuro y de angustioso interés: Bizancio. ¿Cómo aquella señora augusta, soberana de remotos países de magnificencia y de ensueño, había venido a dejar sus huesos en una lóbrega capilla de Valencia?".
Así, una tras otra, Ulises veía a la emperatriz en todas las mujeres que amaba, comenzando por su madre y siguiendo por Visanteta, la cuidadora que le ayudaba de pequeño. En consecuencia, consciente del origen de la emperatriz, cuando conoció a una alemana llamada Freya, que servía de espía en el ejército germánico, se enamoró locamente de ella: "No era Freya, sino doña Constanza, la emperatriz de Bizancio. La veía vestida de labradora, tal como figuraba en el cuadro de la iglesia de Valencia, y al mismo tiempo completamente desnuda, igual que la otra cuando danzaba en el salón. Había nacido de la unión de un alemán y una italiana, igual que la otra... Pero la púdica emperatriz sonreía ahora de su desnudez; estaba satisfecha de ser simplemente Freya".
El personaje de Freya-Constanza era tan poderoso que fue la protagonista de las adaptaciones cinematográficas que se hicieron posteriormente de la novela, la primera producida en Hollywood por la Metro-Goldwyn Picture en 1926, todavía muda, y la segunda producida en España, con María Félix y Fernando Rey como actores principales. Así, más de seiscientos años después de su muerte, seguía viva y se proyectaba hacia el exterior la imagen de un personaje histórico que había dejado huella en la ciudad de Valencia. Como casi todos los valencianos que han sido reconocidos internacionalmente, Blasco Ibáñez bebió de la tradición local y la potenció sin complejos en su propia obra. La figura de Constanza de Hohenstaufen, la emperatriz bizantina que acabó vestida de labradora valenciana, bien lo merecía.
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Vicent Baydal es medievalista, doctor en Historia, y miembro de la Universidad de Oxford como investigador. @vicentbaydal
Me informa Enrique Díes, uno de los arqueólogos encargados de las excavaciones llevadas a cabo en la iglesia de San Juan del Hospital recientemente, que: "L'urna que hi ha a Sant Joan de l'Hospital és una reproducció moderna de la vella (del s. XVII), que va ser destruïda -i amb ella les restes de l'emperatriu- durant la guerra civil. Fins i tot és diu que els milicians adornaren el front del camió en què anaven amb el crani de Constanza, però això ja és llegenda". Por lo tanto, según parece ya nada queda físicamente de la emperatriz Constanza en Valencia. Su recuerdo, eso si, que he pretendido inmortalizar en la memoria de muchos valencianos a través del artículo.
Excelente artículo divulgativo
Muy interesante el artículo. Esta es la diferencia de Valencia Plaza con las demás publicaciones. Felicidades.
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