VALENCIA. Hay actores que se distinguen por su capacidad camaleónica. El paradigma podría ser Robert de Niro, famoso por su facilidad para transformarse físicamente cuando un papel lo exige. Otros, sin embargo, parecen interpretar el mismo personaje a lo largo de toda su vida, con alguna contada excepción que suele traducirse en fracaso.
Con frecuencia se dice de ellos que están encasillados, en un tono despectivo que no deja de ser injusto. Al fin y al cabo, Groucho Marx siempre encarnó el mismo rol, y nadie ha cuestionado nunca su capacidad interpretativa ni le reclamó que hiciera un par de obras de Shakespare para valorar en su justa medida sus dotes actorales. Y, sin embargo, sucede. Especialmente, cuando se trata de comediantes. ¿O es que nadie recuerda en qué momento de su carrera se empezó a considerar buen actor a Bill Murray? Pues eso.
El caso se agrava si se trata de una actriz. Y más aún si esa actriz es atractiva. Puede que la interpretación de Sharon Stone en Casino (Martin Scorsese, 1995) no mereciera un Oscar, pero sorprende la ferocidad con que los medios censuraron su intención de convertirse en una intérprete dramática y dejar a un lado su sempiterna condición de objeto sexual.
El hecho de que la mayoría de periodistas sean hombres sugiere lecturas jugosas que no son el objetivo del presente artículo, aunque es interesante constatar que no fue un hecho aislado: A Cameron Diaz le pasó lo mismo (y a las órdenes del mismo director) cuando participó en Gangs of New York (2002). En ambos casos cuesta defender su condición de actrices ante una opinión pública que, básicamente, las contempla como rubias decorativas y sin cerebro.
ALGO PASA CON CAMERON
Planeaba estudiar zoología, pero la californiana Cameron Diaz tuvo un encuentro a los dieciseis años que cambiaría su vida. "Asistí a una fiesta con una amiga y conocí a un fotógrafo. Por supuesto, había cientos de ellos que te ofrecían ser modelo. Y uno que se llamaba Jeff Dunas me dio su tarjeta. Parecía de fiar, así que le di una opción y me consiguió un contrato con la agencia Elite", explicaba en la revista Femme Fatales (publicación especializada en actrices de serie B) en el verano de 1994. Fue una de sus primeras entrevistas como actriz, a raíz de su participación en La máscara (The Mask, Chuck Russell, 1994), debut cinematográfico que la catapultó al estrellato de la noche a la mañana.
Hasta entonces, se había defendido como había podido trabajando como modelo. "Aprendes a medida que trabajas. Te fijas en las chicas que llevan en esto más tiempo que tú, observas cómo lo hacen y, básicamente, las imitas. No es difícil, siempre que tengas claro que no se trata de ti, sino de la ropa que tienes que vender en los catálogos. Incluso las top models hacen catálogos. Es lo que paga el alquiler y las facturas".
Elite le consiguió contratos en Australia, México, Hawai o Marruecos. Y cuando estaba en París, en 1993, le llegó una llamada para participar en un casting. "Era un guión en el que vi el nombre de varias chicas a las que conocía. Mi agente me dijo que se trataba de una comedia y me preguntó si podría hacerla".
Pasó la primera criba, llegó a la ronda final junto con otras tres candidatas y, finalmente, se convirtió en la protagonista femenina de la película, una divertida producción a mayor gloria del histrionismo de Jim Carrey, basada en el cómic de Dark Horse y plagada de efectos especiales. Un éxito de taquilla que, sin embargo, no provocó que le llovieran las ofertas.
Un olvidable film menor como La última cena (The Last Supper, Stacy Title) fue lo único que estrenó en 1995, y aunque destacó en la coral Ella es única (She's The One, Edward Burns, 1996), tendría que esperar hasta La boda de mi mejor amigo (My Best Friend's Wedding, P.J. Hogan, 1997), a la sombra de Julia Roberts, para consolidarse como una de las presencias imprescindibles en la comedia romántica americana contemporánea.
Sin embargo, sería otra película de ese mismo año la que iba a perfilar el tipo de papel que interpretaría en el futuro: Se trata de Una historia diferente (A Life Less Ordinary, 1997), indisimulado homenaje del inglés Danny Boyle al cine de los hermanos Cohen en el que Cameron Diaz comienza a mostrar su debilidad por los guiones alocados y la comedia políticamente incorrecta. Y es que después llegaría la película que la lanzaría de manera definitiva: Algo pasa con Mary (There's Something About Mary, Bobby y Peter Farrelly, 1998).
También fue el título que la encasilló para siempre, y en años sucesivos resultó imposible ver una comedia irreverente sin encontrarse con ella: La salvaje Very Bad Things (Peter Berg, 1998), esa maravilla inclasificable que es Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich, Spike Jonze, 1999) o la injustamente infravalorada La cosa más dulce (The Sweetest Thing, Roger Kumble, 2002) son algunos ejemplos.
Para entonces ya había probado fortuna en terreno dramático a las órdenes de Rodrigo García en Cosas que diría con solo mirarla (Things You Can Tell Just by Looking at Her, 2000) y había entrado con fuerza en la comedia mainstream de la mano de McG, en la espectacular Los ángeles de Charlie (Charlie's Angels, 2000), que si se dejaba ver era precisamente por su enfoque netamente humorístico. También es la época en que participa en Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001), adaptación estadounidense de Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997) sobre la que urge correr un tupido velo.
VIAJE ALREDEDOR DEL HUMOR
En 2002 acepta encarnar a la protagonista femenina de Gangs of New York, que le granjea un aluvión de malas críticas (y, curiosamente, una nominación al Globo de Oro). Quizá por eso vuelve a refugiarse en el género que más alegrías le ha dado, aunque los títulos en que participa ya no poseen el carácter subversivo de sus primeras comedias: la secuela de Los ángeles de Charlie (Charlie's Angels: Full Throttle, McG, 2003), En sus zapatos (In Her Shoes, Curtis Hanson, 2005) o Vacaciones (The Holiday, Nancy Meyers, 2006) son amables títulos menores que solo buscan beneficios de taquilla sin perturbar al espectador medio que acude a verlas a los multicines.
En España se produce un curioso fenómeno: Para rentabilizar su nombre recordando su película de mayor éxito, los distribuidores traducen What Happens in Vegas (Tom Vaughan, 2008) como Algo pasa en Las Vegas. La jugada se ha repetido, de manera más evidente, con su última cinta, Sex Tape (Jake Kasdan, 2014), a la que en nuestro país se ha añadido el subtítulo de Algo pasa en la nube.
Cameron Diaz ha sabido explotar con inteligencia su atractivo erótico, pero también es consciente de que no será eterno, y ha vuelto a intentarlo (con buenos resultados, por cierto) en el terreno dramático con La caja (The Box, Richard Kelly, 2009), inquietante film basado en el escritor Richard Matheson que mereció mejor suerte comercial, pero la actriz siempre vuelve a terreno seguro, en ocasiones incluso parodiando el arquetipo que ella misma ha ido construyendo en torno a su figura, como demuestra la floja Bad Teacher (Jake Kasdan, 2011).
A los 41 años, la exmodelo convertida en actriz vive un momento dulce (mientras funcione la taquilla, en Hollywood no existen los problemas), e incluso se ha atrevido a publicar un libro: The Body Book: The Law of Hunger, The Science of Strength and Other Ways to Love Your Amazing Body. Es un compendio de consejos sobre nutrición, funciones del cuerpo, ejercicio o hidratación, pero lo que más llamó la atención de su contenido fue el capítulo 'Elogio del vello púbico', donde se muestra enemiga de la depilación láser.
La actriz habla de la "adorable cortina que rodea esa gloriosa y delicada flor" y advierte: "Al igual que otras partes del cuerpo, los labios mayores no son inmunes a la gravedad. ¿Realmente quieres tenerla pelada para el resto de tu vida?" Sí, debajo de la estrella mainstream continúa estando la chica que trabajó con los hermanos Farrelly. Por eso la seguimos queriendo.
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