VALENCIA. Cuando falleció en 1999 el cineasta Vicente Escrivá, muchos descubrieron la extensa y versátil carrera del valenciano. Escritor, ganador del Premio Nacional de Literatura por una biografía un tanto plúmbea de Miguel de Cervantes escrita en 1947, dramaturgo frustrado, guionista de éxito, productor, creador de series de televisión, falangista, propagandista represaliado por el propio régimen franquista, el personaje eclipsaba de tal modo a la persona que la mayoría de los obituarios se limitaron a consignar sus mayores éxitos tanto de cine (El virgo de Visanteta, 1978, la película en valenciano más vista de la historia) como de televisión (con series como Lleno, por favor) y corrieron un tupido velo sobre las fobias y filias que despertaba en buena parte de la profesión.
Han tenido que pasar 15 años para que exista por fin un retrato esclarecedor de un personaje tan controvertido como interesante. El libro ha sido editado por la Filmoteca de Valencia y ha sido escrito por Agustín Rubio. Su título, Vicente Escrivá. Película de una España. En él Rubio describe a la perfección el ascenso, caída, reconstrucción, nuevo ascenso, nueva caída y final exitoso de un superviviente nato, de un hijo de su tiempo que se adaptó como un "camaleón" a cada época en pos de su hueco de gloria.
A diferencia de otros libros similares, esta biografía que se lee como una novela no es una hagiografía ni un libelo contra el protagonista. Si bien no se ha pretendido "tender un manto de misericordia, más bien todo lo contrario", como dice su autor, tampoco se hace especial saña contra el cineasta y Rubio recuerda en diversos momentos que "su comportamiento [en los primeros años de la posguerra] no desentonaba en aquel panorama de desvergüenza y arribismo generalizados".
Para acercarse al personaje, Rubio realiza una auténtica labor detectivesca que le lleva a reconstruir con especial brillantez la triste y desoladora infancia de Escrivá. Desde sus orígenes humildes hasta la traumática muerte de su padre cuando tenía tres años, que fue referenciada por el propio cineasta en múltiples ocasiones, o la de su madre, portera viuda, cocinera en el colegio del convento franciscano del Santo Espíritu del Monte, al norte de Sagunto, cerca de Gilet, que murió cuando le cayó encima una caldera de aceite hirviendo mientras trabajaba y de cuyo fallecimiento nunca hablaba el cineasta.
Paso a paso, Rubio reconstruye el penoso devenir de un Escrivá marcado por el infortunio que, cual personaje de Dickens, lucharía por salir adelante, si bien más con modos de un Sancho Panza que el Quijote que él mismo creyó ser en alguna ocasión. Igualmente pone en valor el orgullo de clase del cineasta valenciano, quien siempre tuvo como mérito sus orígenes humildes. "(...) Haría siempre gala de ellos y los señalaría como el factor más importante de su carácter ambicioso y de su éxito", escribe Rubio. Porque, y ése es un punto que queda claro al leer las más de 400 páginas del libro, éste podría también haberse titulado Historia de una ambición.
UN ESPAÑOL DE SU TIEMPO
Para redondear lo grotesco, la biografía relata como sirvió en el ejército republicano durante la Guerra Civil por mandato de zona, ya se había significado como un agitador conservador pero tuvo que tragarse su ideología y disparar contra los 'suyos', y como logró que acabada la contienda fueran borrados de los archivos militares cualquier registro de su experiencia como soldado en el bando perdedor. En este sentido la biografía de Escrivá es en sí un compendio de las miserias, tragedias y dramas de los españoles del siglo XX, donde se puede encontrar reflejos de decenas de historias similares.
Su posterior ascenso como falangista, llegó a ser Jefe Provincial de Propaganda en Valencia, podría ser también el de decenas de personajes de la época que con indisimulado cinismo adecuaron sus vidas a las necesidades de su ideología. Igualmente su posterior purga por el maquiavélico Rincón de Arellano, quien le castigó con poco menos que el destierro a Madrid, sería también moneda común entre las personalidades de la época.
Pero Escrivá, "incombustible" en la atinada descripción del Diccionario del Cine Español coordinado por José Luis Borau, no aceptó esta derrota y ya instalado en Madrid reinició su carrera en la radio y comenzó una literaria que a la postre le acabaría conduciendo al cine, que sería el oficio donde mayores cotas de éxito y relevancia social alcanzaría. Hábil y astuto, tras unas primeras experiencias cinematográficas en productoras como Cifesa y con cineastas como José Luis Sáenz de Heredia o el también valenciano Luis Lucia, Escrivá fundaría con el tiempo la productora Aspa Films, con la que realizaría en sus inicios una serie de filmes católicos ideales para ser exhibidos en Semana Santa.
Películas tan significativas de la época como Balarrasa (1951), El beso de Judas (1954), Recluta con niño (1956) o El Tigre de Chamberí (1957) le granjearon una fama suficiente como guionista y productor para que debutase como director con El hombre de la isla (1961), a la tardía edad de 48 años. El suyo había sido un camino de constancia, de tesón, de obstinación, en aras de conseguir ese sueño de juventud de ser rico.
La taquilla y la respuesta del público fue su obsesión. Escrivá se adaptó siempre que pudo a los gustos imperantes, hasta el punto que llegada la Transición el cineasta otrora católico abrazó el destape desde un punto de vista conservador y filmó películas como Zorrita Martínez (1975) con Nadiuska y José Luis López Vázquez, La lozana andaluza (1976), y las especialmente célebres en Valencia El virgo de Visanteta (1979, un año en cartel en el cine Serrano) y su continuación Visanteta, estate queta (1980), estas dos últimas a partir de la obra de Bernat i Baldoví. Pero antes que el destape fue el landismo, en el que tambén picoteó. Para el españolito medio Alfredo Landa dirigió una película tan cuestionable como Aunque la hormona se vista de seda (1971) y le escribió guiones como los de Vente a Alemania, Pepe (1971) o Vente a ligar al Oeste (1972).
¿Triunfó? Económicamente sí, pues tuvo muchos éxitos. Artísticamente, no, pero eso no parecía importarle mucho. ¿Y qué hizo con el dinero? Vengarse. Vengarse del pasado. Del dolor. Del hambre. Desde el primer día. En su ancianidad Escrivá relataba con profusión de detalles como en su infancia algunos veranos en Xàbia se había ganado algún dinero haciendo de espantapájaros humano en las tierras de cultivo, golpeando una lata con un palo a cambio de diez céntimos, tierras que en sus sueños en voz alta decía que compraría cuando "fuera rico". "Y lo hizo", relata Rubio.
LA AMBICIÓN CUMPLIDA DEL NIÑO POBRE
Allí se erige todavía Hemeroscopea, una finca fastuosa que adquirió en régimen de gananciales con su primera esposa, en 1941, una finca a la que invitaba a estrellas de Hollywood que nadie sabía que se encontraban en suelo español y a personajes tan conocidos como Raphael, el guionista Rafael Azcona, el distribuidor Manuel Salvador, con quien le gustaba jugar al póker hasta altas horas de la madrugada, o Rita Hayworth, quien a veces se encontraba allí con su prima lejana, la también actriz española Pilar Cansino, esposa de su coguionista Antonio Fos. En esas noches, ¿cómo no iba a sentirse orgulloso de lo conseguido? ¿Cómo no iba a vanagloriarse de su triunfo? El cómo, daba igual. Lo había logrado.
Superado el destape, Escrivá tuvo problemas para adaptarse a la modernidad, a la España del Cambio. Por un lado personales, creativos, y por otro por el contexto social y político. Castigado por su filiación conservadora por los gobiernos socialistas, que le dejaron sin subvenciones, tuvo que refugiarse tras el cineasta Roberto Bodegas para poder seguir activo. Con él rodaría Matar al Nani, de la que fue guionista.
Su última película como director fue la cuestionada Montoyas y Tarantos (1989), una demodé revisión de la obra Los Tarantos que trata el mito de Romeo y Julieta en clave gitana y que, pese a su discreta calidad, le deparó los mayores reconocimientos, de su carrera, incluidos una preselección para los Oscars, una nominación al Goya a la mejor película y dos Goyas: uno para la banda sonora de Paco de Lucía y otro para el sonido. El film, revisión de la adaptación realizada por Rovira Beleta en 1963, fue recibido con indiferencia por buena parte de la crítica.
Director de trazo grueso pero firme (le importaban el guión y la verosimilitud de las interpretaciones antes que cualquier otra cosa, le eran indiferentes las posiciones de cámara) la suya fue una vida producto de las circunstancias en la que rara vez impuso su propia voz, sino que se adaptó al entorno. El mejor ejemplo de esta capacidad darwiniana de aclimatarse lo mostraría en los últimos años de su vida, cuando reverdeció laureles en televisión, con series en las que, en ocasiones, pocas, volcó sin ambages parte de sus fantasmas, y en las que jugó con los clichés y tópicos en aras de la comercialidad. Así entre 1990 y el año de su muerte, 1999, firmó productos tan distintos entre sí como la ambiciosa Réquiem por Granada (1991), la infame pero célebre Lleno, por favor (1993-1994), la exitosa ¿Quién da la vez? (1995) a la que siguió la engolada y artificiosa Éste es mi barrio (1996/1997) y la chabacana Manos a la obra (1998-1999).
Genio y figura hasta el final, la biografía de Rubio revela algunas de las argucias de un Escrivá para ganar más dinero. Por ejemplo, no tuvo reparos en reconvertir Réquiem por Granada en una serie de seis a ocho capítulos o incluso publicar una versión novelada de la historia a espaldas de su coguionista, Manuel Matji. Cuando éste se lo recriminó, Escrivá, con una sonrisa pícara, le dijo: "Manolo, ¿cómo me dices eso si lo nuestro es más bonito que el dinero?". Según los cálculos del productor ejecutivo de la serie, que se emitió por TVE, ésta tuvo un coste de 1.300 millones de pesetas y los beneficios brutos de Escrivá ascenderían a casi 180 millones.
De las series en las que participó tras dejar el cine, fue en Lleno, por favor donde filtró su ideario de un modo más evidente. Traumatizado de por vida por la guerra, de la que salió transformado en un hombre escéptico, tardó casi sesenta años en poder plasmar su sentir íntimo, ése que incluía un cierto "hartazgo" dice Rubio hacia "el frentismo de las dos Españas", ése que le hacía sentir "repulsión" hacia los extremos. Y para ello escogió un personaje secundario en esta serie aparentemente de humor, el de un camisa vieja interpretado por Luis Barbero, que decía: "El error fue no haber caído en el Jarama o en Brunete, cuando creíamos en tantas cosas bellas. Ya no nos queda nada. La juventud o nos acusa o nos desprecia. Ganando hemos perdido la guerra".
Personaje confuso, la figura de Escrivá se ha difuminado en un océano de silencio y desinterés con los años. Ya en 1995, cuando la Mostra de Valencia le rindió homenaje éste fue soslayado involuntariamente por la mayoría de los medios. Ni siquiera los postreros éxitos televisivos, que le acompañaron hasta su muerte, pudieron hacer que se borrase el desprecio ideológico que padeció por parte de la crítica por su filiación falangista y su arribismo durante los primeros y violentos años de la dictadura.
Ahora, con la prudente distancia que da el tiempo, su figura de artesano, más eficiente que brillante, cobra cierto relieve y queda más clarificada por un libro, el de Rubio, que contribuye a poner luz sobre el ser humano, sobre la persona que se esconde tras el personaje, un individuo lleno de matices, aristas, traumas, hijo de su época, tan ambicioso como tenaz, que venció a su destino pero ha sido derrotado por el tiempo.
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