VALENCIA. La world music es aquello que se inventaron las multinacionales del disco en los años 80 para vender un producto sin denominación de origen única. Como tal, es una etiqueta artificiosa, que entraña un concepto culturalmente colonialista (muchas veces sin saberlo) no ya por parte de quien la utiliza, sino sobre todo, por aquellos que la propugnan.
Se entiende que una propuesta en la que tenga cabida el folklore mexicano, la cumbia andina o el raï argelino deba acabar subsumida en el cajón de sastre de las llamadas músicas del mundo. Pero no se comprendería que algo así ocurriese con el blues del Delta del Missisipi, el pop británico procedente del tradicional skiffle o el kraut rock alemán. Como si todos esos sonidos no formasen también parte del inabarcable acervo musical de nuestro orbe, por muy asimilados que estén por la civilización occidental.
Con todo, el complejo de dominación cultural que ha destilado durante años la world music no se limita a lo meramente nominal. Algunos de los acercamientos perpetrados (elegimos este verbo de forma no casual) por músicos occidentales-especialmente a partir de cierto momento de los 80-a sonidos de latitudes lejanas han tenido ese sesgo epidérmico, que revela la arrogancia del colono de la gran metrópoli, embarcado en una suerte de safari musical.
Y que, como en cualquier excursión turística que se precie, acaba quedándose tan solo con los rasgos más superficiales y exóticos de aquella cultura en la que apenas se molesta en bucear con un mínimo de rigor.
Todo ello derivó también, durante muchos años, en la educación musical de una generación de consumidores.
Fue precisamente David Byrne, uno de los instigadores más activos en la difusión de las músicas del mundo, quien alertó de este peligro en un memorable y célebre artículo de opinión publicado en las páginas de New York Times en 1999, provocativamente titulado "Odio la world music".
El músico neoyorquino (aunque escocés de nacimiento) llevaba experimentando con sonoridades africanas desde que a finales de los 70 hiciera buenas migas con Brian Eno (tanto al servicio de Talking Heads como en su trabajo a dúo), y estuvo durante años impulsando los sonidos de Brasil, Cuba o el Perú desde su propio sello, Luaka Bop.
Pero llegó un momento en que dijo basta. Basta a ese concepto anglo-centrista según el cual las sonoridades entendidas desde el exotismo apenas merecían atención, más allá de su funcionalidad como hilo musical. Basta a la mirada condescendiente hacia aquellos estilos cuya inmersión él había defendido durante años, que detentaban (como mínimo) la misma hondura ética y espiritual que cualquiera de los sonidos imbricados en el mainstream occidental.
MEMORIAS DE ÁFRICA
Con el tiempo, los viejos prejuicios fueron disipándose. Aunque, como en botica, nunca faltaran visiones que ahondasen en perfiles estereotipados y otras que implicasen lecturas con cierta carga de profundidad.
Curiosamente, fue también desde finales de los años 90 (los tiempos en los que Byrne expuso aquella opinión) y de parte de un músico plenamente identificado unos años antes con una marcada insularidad británica, como se volvió a propagar el interés por la música de latitudes lejanas a las corrientes anglo.
Y es que Damon Albarn no ha sido el único, pero sí el más popular valedor de la fusión de su educación pop con la música africana. Porque si hay pocos discos más puramente británicos que Parklife (94), de Blur, también hay pocos músicos que se hayan devanado los sesos con mayor tenacidad por integrar su acervo en la particular ortografía de la música del norte de África, algo que Albarn propugnó en discos como Mali Music (2002), y de forma algo más velada en la última entrega de Blur (Think Tank, 2003) o en la discografía de Gorillaz, The Good The Bad and The Queen o parte de su debut en solitario de este año, Everyday Robots. O en proyectos como DRC Music o Rocketjuice and The Moon (de nuevo junto a Tony Allen y con Flea de Red Hot Chili Peppers), de orientación afrobeat.
Su "Mr. Tembo", extraído del reciente Everyday Robots y presentado sobre los escenarios con un coro africano de tinte góspel, podría ser perfectamente su "Graceland" (hablamos del tema, no del álbum) particular. Y si enlazamos la figura del músico londinense con Paul Simon es precisamente por haber sido este último el canon a reverenciar en las últimas temporadas. Especialmente por aquellos que tienen en el referencial Graceland (ahora sí, el álbum, de 1986) su piedra rosetta del barnizado en sonoridades africanas.
Seguramente, ni el propio Paul Simon hubiera imaginado que aquel multipremiado disco, álbum de platino y Disco del Año en los Grammy gracias a su aprovechamiento de ritmos sudafricanos, fuera a suponer una influencia decisiva en una nueva generación de músicos más de 20 años después.
Quizá la estrechez del callejón (¿sin salida?) al que parece abocado el pop rock actual no ofrezca más alternativas que retomar sendas como la explorada por Simon (y compartida por aquel entonces con Peter Gabriel), que se desvío de esa misma ruta para acercarse ya en los 90 a los sonidos de Brasil o Camerún en discos como The Rythm Of The Saints (1990).
NO DIGA BROOKLYN, DIGA COOL
Desde que en 2008 la moda adquiriera carta de naturaleza con el debut homónimo de Vampire Weekend, han ido siendo legión quienes han condimentado, con mayor o menor fortuna, su blanca y occidental concepción del pop con especias de procedencia africana.
Y aunque ahora mismo sean los propios Vampire Weekend quienes se hayan ido desmarcando (como lo prueba Modern Vampires of the City, de 2013) de esa corriente, lo cierto es que su Brooklyn natal ha sido el epicentro de esa clase de sonido (afro pop, lo llaman muchos), con Dirty Projectors como instigadores principales.
Porque fueron precisamente estos últimos quienes abrieron la veda con discos anteriores, como New Attitude (2006) o Rise Above (2007), marcando una tendencia que seguirían también vecinos de barrio como Yeasayer o High Places, y cultivada también desde Baltimore por Animal Collective desde Baltimore o por Volcano Choir desde Wisconsin.
No hay atisbo de culpabilidad colonialista ni epidérmica en ninguno de ellos. No al menos (y es lógico) mientras generalmente sigan alumbrando buenas canciones, por mucho que sus aproximaciones a la música africana tengan más que ver con las formas que con el fondo. No al menos mientras existan cosas como Shakira y su "Waka Waka".
Y lo mismo puede decirse de bandas británicas como Foals, The Maccabees o Everything Everything, o españolas como Atención Tsunami o Fira Fem, que abordan también esas claves desde ópticas diferentes, pero que convergen en más de un punto en común en sus últimos discos.
HAITÍ EN EL CORAZÓN
El último punto cardinal recóndito que parece centrar cierta atención mediática por parte de los focos mediáticos occidentales, en un panorama inabarcablemente minado por músicos que también se dejan seducir por el folk sudamericano, la cumbia electrónica, los ritmos balcánicos, el reggaetón caribeño, el kuduro angoleño y mil hierbas más que escapan al limitado formato de textos como este, es precisamente el estado más pobre de todo Centroamérica: Haití. Una tierra que musicalmente ostenta un ADN marcado genéticamente por las tradiciones francesa, hispana y caribeña.
Sus principales valedores son Arcade Fire, ya que Régine Chassagne es originaria de allí. Y aunque en Funeral (2004), su primer álbum, ya asomaba un tema llamado "Haiti" y marcado por la heterodoxia, ha sido en el más reciente "Reflektor" (2013) en donde ha despuntado con más fuerza esa filia. Win Butler y Régine Chassagne, núcleo central de la banda de Montreal, pasaron allí una temporada antes de grabar el disco, asistiendo a su carnaval y testando de primera mano el aroma callejero de la rara music, un estilo eminentemente festivo y típico de procesiones callejeras, en el que las trompetas de bambú, los bongos, las maracas o las güiras cobran especial protagonismo.
La misma sensación de epifanía sonora tuvo hace poco Merril Garbus, de tUnE-yArDS, quien aprendió percusión de manos de un profesor haitiano en Oakland (donde reside), pero no paró hasta empaparse directamente del sentido del ritmo en la mismas calles de Haití en marzo del año pasado, en una experiencia que ella misma describió como la "necesidad de situarse en una tradición musical no occidental".
Y también con la rara music, el género de raigambre más popular y atávica (sus conexiones con el vudú son notorias) de la isla. El resultado de todo ello es bien palpable en los surcos de Nikki Nack, su flamante tercer álbum, editado hace poco más de un mes. Su tradicional polirritmia, esa que también forma parte indisoluble del discurso de Warpaint o Grimes, sigue presente, pero esta vez lo hace con un componente más colorista y universal que nunca.
Solo el tiempo dirá si aquel sugestivo enclave centroamericano puede provocar un efecto llamada y convertirse en el nuevo objeto de deseo de cualquier músico con ínfulas de singularidad, que ya sabemos con qué facilidad se propagan esta clase de fenómenos miméticos en el mercado de valores del pop contemporáneo.
En todo caso, seguirá revoloteando en el aire el interrogante acerca de si esta clase de aproximaciones, innegablemente oxigenantes para quienes las llevan a cabo, ayudan también a difundir el trabajo de quienes cultivan esas músicas en origen, desde la base, sin apenas medios y con toda la humildad del mundo.
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