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DÍA DE LA MÚSICA

La omnipresencia de la música pop: la insoportable levedad del ruido de fondo

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. 21/06/2014 La obsesión postmoderna por multiplicar los estímulos musicales a través de los avances tecnológicos y la proliferación de espacios públicos de encuentro no ha favorecido precisamente el prestigio de la creación musical. En este texto abordamos algunos de los casos más flagrantes

VALENCIA. Politonos, gadgets, hilos musicales, aplicaciones móviles, programas de televisión que ofertan relleno anónimo, radiofórmulas multicanal, servicios gratuitos de streaming...la música popular está presente en nuestras vidas de una forma más avasalladora que nunca. Pero, al mismo tiempo, se encuentra sometida a un (seguramente irreversible) proceso de degradación que ha conseguido hacer de ella, a grandes rasgos, poco más que una difusa cantinela que acompaña nuestros quehaceres diarios. A veces de forma meramente subalterna y funcional, como un mero continuum con el que acolchar nuestras tareas más rutinarias.

En otras, de una forma absolutamente invasiva, como cuando nos vemos sometidos a esa extraña dictadura no escrita según la cual cualquier vecino en un vagón de metro, en un autobús o en cualquier otro espacio público susceptible de congregar a varias personas al mismo tiempo, se considera legitimado para hacernos partícipes de sus gustos musicales, emitidos a todo volumen desde su terminal móvil. Sí, estamos generalizando, como no podía ser de otra forma.

Pero el viejo ritual de centrar los cinco sentidos en un artefacto (no digamos ya si es físico) musical, entendido como un todo en el que sonido, textos y la estética de su carátula (amén de las notas interiores) constituyen un ente creativo plenamente autónomo, parece ya una actividad meramente residual, objeto de deseo de una minoría versada e inquieta pero abocada a la nostalgia de tiempos lejanos.

SUAVE ES LA NOCHE

Tampoco es cuestión de ponernos apocalípticos, pero cualquiera podría enumerar-sin exagerar-cerca de una decena de ejemplos sangrantes, sin necesidad de salir de nuestro país. Uno de los más ilustrativos seguramente sea el de esos programas musicales de televisión, emitidos en horarios intempestivos, a altas horas de la madrugada.

En una época en la que la práctica totalidad de los espacios musicales de mínimo sesgo informativo o valorativo están más ausentes que nunca de las parrillas de las principales televisiones de ámbito estatal (siempre hay alguna excepción, y obviamente nunca podríamos encuadrar en este apartado la indigencia intelectual de cualquiera de los muchos talent shows), resulta cuando menos paradójico que la música cope tantas horas de programación nocturna compitiendo con pitonisos de baja estofa, teletiendas que ofertan los remedios más inverosímiles a cualquier perturbación de la autoestima que pueda imaginarse o películas pornográficas de bajo presupuesto.

La razón para la proliferación de esta clase de espacios, en los que músicos prácticamente anónimos protagonizan contenidos que no son más que un simple relleno, es bien simple: la generación de suculentos dividendos en concepto de derechos de autor (ya sea por obras propias o por variaciones apenas perceptibles sobre obras clásicas que pasaron a ser de dominio público, a los 70 años de la muerte de su autor) para quienes aparecen en pantalla y sus compañías editoriales, en muchos casos ligadas a las propias televisiones.

Ya sabemos cómo acabó esta práctica viciada, que constituye un desmán al que el ex presidente de la SGAE, Antón Reixa, trató de poner coto hace algo más de un año: con la dimisión del propio Reixa meses más tarde. Pero más allá de los muchos matices y los vericuetos legales que puedan jalonar el caso (que aún parece lejos de cualquier solución, aunque una plataforma llamada Coalición Autoral se ha promovido en vías de presentar una denuncia contra los beneficiados, prácticamente anónimos, de esta praxis), lo que denota este affaire (una vez más) es la práctica subordinación de la difusión de cualquier creación musical a intereses espurios.

El mismo motivo por el cual nuestras televisiones despachan los principales eventos musicales del país como una simple cortinilla con la que cerrar sus informativos, sin indagar más allá de la brocha gorda que ofrecen las cifras de asistencia y el sector más pintoresco de su parroquia. El mismo motivo por el que los grandes diarios escritos desestiman cualquier pieza de fondo que no tenga por objeto a una figura de dominio más que público (preferentemente de la inveterada generación que sentó los cimientos de lo que entendemos como rock'n'roll), salvo que venga servida por una percha tan bien anclada que actúe como reclamo ante el lector, generalmente extraída del fondo de armario de las crónicas de sociedad. Siempre hay excepciones, claro. Pero van menguando.

NO FUE EL VIDEO QUIEN MATÓ A LA ESTRELLA DE LA RADIO

Ni que decir tiene que el panorama de la radio es, más o menos, igual de clarificador. En tiempos en los que cualquiera puede diseñarse una suerte de estación de radio personal, mediante las listas de reproducción que ofrecen los servicios de streaming o la amplia oferta de radio (segmentada en estilos o incluso artistas) de plataformas como iTunes, quizá parezca más lógico que nunca que las emisoras de ondas herzianas tradicionales hayan ido aminorando su oferta de espacios personalizados. A grandes rasgos, predominan las radiofórmulas clónicas y ese modelo, de indudable éxito, que consiste en la rotación en modo bucle de una retahíla de hits que le hacen a uno pensar que las manecillas del reloj se quedaron atascadas a la altura de 1986. Y en esas seguimos.

Pese a que hay indicios más que fiables de la atomización de los gustos, la uniformización de las audiencias ha experimentado un auge que sería digno de un estudio sesudo y pormenorizado, y la disidencia (porque ya casi no cabe calificar de otro modo a quienes se desmarcan de la tónica predominante) vuelve a quedar en manos de emisoras locales, comunitarias o autogestionarias, salvo excepciones tan puntuales que habría que rastrillar con saña visigoda por toda la piel de toro hasta dar con la resistencia, y seguramente no precisaríamos más que los dedos de una mano en su recuento. Ni siquiera Radio 3, la histórica emisora pop del ente público, es inmune a ese proceso de homologación desde el mínimo denominador común. Su singularidad (o lo que queda de ella) tiene más que ver con aquello que siempre se ha dicho de los tuertos en países de ciegos. 

MÚSICA PARA ASCENSORES, CENTROS COMERCIALES Y DENTISTAS

El insigne Brian Eno, él siempre tan avanzado, editó en 1978 un álbum llamado Music For Airports (Música para aeropuertos). Por algo el músico británico fue un preclaro precursor de la música ambient, cuyo epígrafe asumió por vez primera en este disco, y que se perfilaba como antítesis del muzak, esos sonidos proclives a la reproducción en amplios espacios públicos.

El término de muzak, de connotaciones peyorativas, ha sido muchas veces asimilado al de lounge music: un estilo (o amalgama de ellos) procedente de la década de los 50, que experimentó un considerable repunte a mitad de los años 90 con bandas como The Mike Flowers Pops, Pink Martini o Nouvelle Vague, algunas de ellas interpretando en clave sofisticada algunos de los clásicos del rock. La lounge music, entendida en un sentido amplio, actuó en connivencia con la inanidad esteticista del chill house para tomar al asalto desde mediados de la década de los 90 toda clase de recintos públicos: desde salas de espera, ascensores, galerías de arte o establecimientos orientados a la restauración con precinto cool.

La proliferación como setas de enormes centros comerciales, convertidos en la versión moderna de lo que en la antigua Grecia constituía el ágora de las grandes metrópolis (ese preeminente foro de reunión de la ciudadanía) no ha hecho más que acentuar la presencia invasiva de la música sobre nuestras vidas. Y aunque el espectro de sonidos se haya ampliado, apelando a la clientela concreta de cada franquicia (aunque hermanadas últimamente por esa máxima de que a mayor velocidad de bpms, más poblada acabará su jornada la caja registradora), lo cierto es que los hilos musicales de los comercios actúan como un factor alienante absolutamente desprovisto de cualquier valor añadido. Tan irritante, en muchos casos, que muchos aún esbozamos una sonrisa de alivio cuando apuramos la hora de cierre de algún supermercado y los altavoces clausuran, aunque solo sea por unos minutos, su martirizante monserga. Ante esta degeneración, sería curioso saber si Brian Eno hubiera podido imaginar un futuro así.

LA CANTIDAD SOBRE LA CALIDAD

Ante la duda que puede asediar a cualquier banda de pop rock novel, no hay más cera que la que arde: si cualquiera de ellas tiene cerca de una decena de temas con los que completar un álbum de debut, lo más inteligente va a ser colocar los tres más vistosos del lote justo al principio. Poco hueco queda para el arte de la secuenciación cuando la gran mayoría de mortales apenas se molesta en escuchar un álbum (de un músico que desconoce, se entiende) en su totalidad.

En esta era de estímulos que se suceden a la velocidad de la luz, en la que aquello que hoy es noticia pasa a formar parte de un polvoriento almanaque en tonos sepia a la semana siguiente, no hay apenas tiempo para el encaje de bolillos. Tampoco la compresión del sonido que ofrece el formato mp3, convertido en el vehículo aplastantemente mayoritario para la digestión de argumentos musicales, parece la manera más idónea para deslindar los matices que puede reportar un disco. No al menos hasta que San Neil Young nos convenza de las bondades del Pono. Las propias limitaciones del formato han llegado incluso a modificar algunos elementos de producción que se potencian (o relegan) a conciencia, especialmente en aquellos productos musicales destinados a un consumo de usar y tirar.

Por su parte, si echamos un vistazo a nuestro entorno más inmediato, tampoco puede decirse que la clonación de carteles que sufre gran parte de nuestra geografía festivalera ponga precisamente en valor la singularidad de la música como elemento aglutinador, no digamos ya catalizador. Las motivaciones del público pueden ser tan diversas como las personalidades de las decenas de miles de asistentes que pueblan esas citas al aire libre.

Pero hubiera sido muy difícil imaginar, en aquellos tiempos en los que todo era sólido (por emplear la terminología acuñada por Muñoz Molina), estampas como las que pueblan la playa de Burriana cada primer fin de semana de agosto: centenares, miles de jóvenes agolpados en el interior de un camping o en su paseo marítimo, abonados al botellón masivo mientras los principales reclamos internacionales del festival que les han congregado van desfilando por su escenario principal, a apenas unos metros de distancia.

Quizá todo esto no sea más que una consecuencia (¿o habría que decir excrecencia?) de unos tiempos en los que también sufrimos liderazgos políticos y civiles de lo más light, referentes ideológicos laxos y valores cuya solidez parece estar sometida a cuestionamiento casi diario. Llámenlo zeitgest, el signo de los tiempos o la confusión de eso que muchos llaman postmodernidad: sea como fuere, jamás la presencia de la música popular tuvo una consistencia más gaseosa, de tan sometida como está al yugo de la futilidad más absoluta. Recemos por su alma. O por lo que quede de ella.

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