VALENCIA. En el año 1955 el peronista Luis César Amadori tuvo que embarcarse clandestinamente camino de España para escapar del golpe militar que había derrocado en Argentina a Juan Domingo Perón. El gran Amadori se instalaría en Madrid, mientras la Revolución Libertadora se instalaría en Buenos Aires mediante un gobierno militar de facto, inaugurando la macabra serie de dictaduras en el cono sur de la segunda mitad de siglo XX.
Luis César Amadori pudo continuar en España con la carrera de director de cine que ya había iniciado en Argentina. Dirigió algunos doblajes de Disney al español, rodó películas para que Sara Montiel enamorara a todo un país vendiendo flores en La violetera y dio letra al inolvidable vals Quisiera amarte menos, que contenía en sí una premonición onírica "cuántas veces rogaba al destino / ser esclavo de mi sueño azul".
Pero el gran encargo lo recibió Amadori en 1958, cuando desde El Pardo lo llamaron para comenzar a cambiar la historia. Diez años antes, en 1948, Franco había acordado con Don Juan de Borbón que el primogénito Juan Carlos, que por entonces tenía 10 años, se trasladara a España con el fin de ser preparado para un futuro gobierno con el dictador, o después de él. Cuando Franco escogió a Juan Carlos, decidió que también su España grande y libre tenía que amarlo y tenía que verlo como sucesor natural de todos los tiempos. De este modo Amadori, emigrado de su Italia natal por la pobreza y exiliado de su Argentina peronista por los militares, dirigió a golpe de opereta Dónde vas Alfonso XII. Dónde vas triste de ti. El régimen debía aprovechar ese nuevo medio de la España de Franco, la televisión, para construir una mitología monárquica que ayudara a Juan Carlos a la recuperación de un poder Real truncado no solo por la democracia de la II República, sino también por el totalitarismo franquista.
FRANCO, REY
En veinte años de Franco no había quedado ni un solo monárquico. Los republicanos habían perdido la guerra y la intelectualidad democrática había muerto atravesando los pirineos, en el penal de Alicante o en las cunetas entre Víznar y Alfacar; y los supervivientes se envenenaban con la idea de una España democrática en los amargos ensueños del exilio. Y entre los franquistas no había más rey que Franco.
Quizás el hecho literario de mayor alcance en la España raquítica de los años 40 fuera el teatro. Bien es cierto que Carmen Laforet ganó el Nadal con Nada en 1945, o que Cela había publicado La familia de Pascual Duarte en 1942, o que Delibes en 1947 ganó también el Nadal con su fúnebre La sombra del ciprés es alargada, pero junto a la pobreza de las tiradas editoriales, los escenarios populares de Madrid, Barcelona o Valencia ayudarían a sobrellevar los duros años de la posguerra, del castigo y del hambre. Y en esos escenarios no había más rey que Franco ni más corona que la de la Falange.
Eduardo Marquina moriría en 1946 como diplomático en Nueva York. Mientras sus obras de teatro se representaban en la España de la Victoria, él purgaba su afección a la Corona con un destierro dorado. Fue él quien compuso la primera letra del himno nacional por expreso encargo del Rey Alfonso XIII, pero su dramaturgia piadosa y tradicionalista hizo que la cultura del régimen lo adoptara como uno de los autores del franquismo, a la altura de José María Pemán. Es decir, poquita cosa.
El aristócrata Edgar Neville, quien había residido en Hollywood como guionista contratado por la Metro Goldwyn Mayer gracias al apoyo de Charles Chaplin, se había integrado como corresponsal de guerra en las filas del bando nacional y nunca reprochó al régimen de Franco que mantuviera alejada a la monarquía. Tampoco a Enrique Jardiel Poncela o José López Rubio les importó que Don Juan siguiera exiliado en Roma; ellos pertenecían a esa clase acomodada de Madrid que daría lugar al "franquismo sociológico", es decir, a los que preferían la paz de la propaganda a la justicia innegociable.
Junto a esta magnífica generación de dramaturgos capitaneados por el falangista Miguel Mihura, los escenarios de España se llenaron de comedietas y género chico, donde Carlos Arniches o el converso Jacinto Benavente, quien había fundado la Asociación de Amigos de la Unión Soviética en el 33 y luego había abrazado a Franco como a una madre, representaban sus conflictos menores, sus dramas morales y donde la dictadura desplegaba toda su ideología fascista para legitimar un poder usurpado y construir el mito de la España eterna. En medio de los chistes sobre el matrimonio, aleteaba algo viscoso como de tiempo varado. El fango de la Historia.
De este modo, cuando Luis César Amadori fue llamado en 1958 al Palacio del Pardo con el encargo de filmar Dónde vas Alfonso XII, la tarea que se le proponía no iba a ser sencilla: cambiar la mitología franquista por una mitología monárquica, sustituir el emblema de los Reyes Católicos por el de Isabel II o por el del propio Alfonso XII. Quién sabe si del futuro Juan Carlos I. Ahora bien, esta operación no podía derribar la cosmogonía urdida durante largos años en torno a la España de Franco. Y así fue.
LA TRANSICIÓN MIRANDO A OTRO LADO
Eduardo Mendoza tuvo el acierto (y la suerte) de publicar La verdad sobre el caso Savolta el mismo año en que el dictador murió en la cama: 1975. Ante una nueva etapa histórica, la crítica literaria entendió que también con Savolta (o con Mendoza, o viceversa) nacía una nueva etapa literaria: la "nueva novela española", que en realidad era la "vieja novela española", aquella que retomaba la narración clásica, convencional, las historias extensas, los conflictos realistas, etc. Era Galdós en los tiempos de Tierno Galván, pero sin Tierno Galván.
Ni Rey ni República, la novela de la Transición perdió la ocasión de narrar un momento clave de nuestra historia. Como mucho, continuó narrando la Guerra Civil como si fuera un mito familiar, íntimo, o se fue a pasear por la Barcelona anarquista y el pistolerismo de los primeros años de siglo. Pero lo que abundó fue cotidianeidad y géneros populares. Y junto a Mendoza se fraguaron nombres clave de estos años: Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Luis Mateo Díez, Josefina Aldecoa, Luis Landero, Juan José Millás, Bernardo Atxaga, Arturo Pérez Reverte... en un elenco lleno de claroscuros.
La honrosa excepción, como tantas veces, fue Manuel Vázquez Montalbán. Ya había elaborado la Crónica sentimental de España con los artículos que publicaba desde 1969, y luego la completó con la Crónica sentimental de la Transición, aunque en 1985. Pero en medio, durante el tiempo en que se estaba forjando el destino de la democracia española, su labor de periodista le llevó a preguntar al propio Duque de Alba por su apoyo incondicional al Borbón, o a Rodolfo Martín Villa por la depuración de los cuerpos militares franquistas, o a Juan Mari Brandés por la violencia etarra y la estrategia democrática abertzale (arrinconada por las detonaciones de las bombas-lapa), o a Xavier Vinader por el modus operandi de los comandos de extrema derecha de la década de los 70 y 80. Manuel Vázquez Montalbán era ese intelectual que le decía a la cara a Manuel Fraga: "usted es el civil soñado por mucho golpista militar" (Mis almuerzos con gente inquietante, 1984: 121), y al que Fraga respondía: "Nadie ha tenido los cojones de decirme eso en la cara".
Para cuando aparecieron novelas importantes sobre este periodo, el Asesinato en el Comité Central (1981) ya había purgado la renuncia del Partido Comunista a la República, a la bandera, al himno y a otro proyecto de país. Por ejemplo. O los Retratos de la Transición de Manuel Vicent ya habían embalsamado el cadáver de otro tiempo con prosa poética. Y poco más.
De algún modo seguía funcionando Dónde vas Alfonso XII, porque nadie hablaba del rey. Para cuando Anatomía de un instante (Javier Cercas, 2009) o El jardín colgante (Javier Calvo, 2012) quisieron darse cuenta, don Juan Carlos I ya estaba pensando cómo entregaría el trono, la corona y el país a don Felipe VI. Como si la vida, o la abdicación, fuera un guión de Luis César Amadori en el que suena constantemente la violetera, el romance de doña Mercedes y el vals de "Quisiera amarte menos".
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