VALENCIA. Justo a los 20 años de su primera edición, el Sónar sigue gozando de una excelente salud. Si en aquella lejana primera versión de 1994 la cifra de asistencia se movía en torno a unos modestos 6.000 abonos vendidos, en 2103 la cita superó todos sus récords, con 121.000 asistentes a los largo de sus tres días de conciertos. Los guarismos no pueden ser más ilustrativos. Y su pulverización de límites no representa un logro menor, si tenemos en cuenta que su crecimiento corrió paralelo a una popularización de la electrónica como espectáculo de masas en la segunda mitad de los 90 cuyo relevo se antojaba más que complicado en el nuevo milenio, en gran medida por copiar gran parte de los vicios y tics más nocivos del rock de estadios en su versión más populista. Y por implantarse en un entorno como el que nos rodea, que no gozaba de una cultura de clubs particularmente arraigada.
Silueteado por una aureola vanguardista en un país no precisamente pródigo en ser avanzadilla de nada, el Sónar tuvo la suficiente cintura como para abrir su foco de intereses y no limitarse a dejarse llevar por reclamos susceptibles de obsolescencia. Por eso amplió su radar e incorporó a su cartel, de forma progresiva, a artistas no estrictamente implicados en la creación electrónica, sino simplemente músicos de entidad que, independientemente del estilo al que se adscriban (hip hop, downtempo, ruidismo, electro, música concreta, synth pop o mil y otras hierbas), se hicieran valer de la tecnología digital en un momento dado. Bajo el epígrafe, lo suficientemente genérico como para no pillarse los dedos, de música avanzada (y arte multimedia).
Sus peculiares campañas de publicidad, en las que Diego Armando Maradona, una familia con incontinencia urinaria, perros disecados sobre ruedas, la propia familia de los organizadores o unas majorettes con barba (antes del fenómeno Conchita Wurst, claro) han encarnado la imagen corporativa durante años, han contribuido a redondear la imagen del festival, favorecido también por la utilización de la espaciosa Fira de Montjuïc para sus actividades diurnas desde el año pasado, y por el recinto de Fira Gran Vía 2 para sus concurridísimas bacanales del ritmo nocturnas, que tomó al relevo al Pavelló de la Mar Bella en 2001. No quedó más remedio que embutirse en nuevos contenedores, una vez quedó demostrado que los viejos ropajes se habían quedado ya estrechos.
Salta a la vista que Ricard Robles, Enric Palau y Sergi Caballero, sus tres directores, han sido tremendamente eficaces para hacer crecer a su retoño. Sobre todo proyectándolo al exterior, como lo prueba el hecho de que han exportado el modelo a ciudades como Tokio, Ciudad del Cabo y São Paulo en citas paralelas que se han celebrado en los últimos años. Y que ello ha redundado en que ya casi el 60% de su público sea foráneo, y que la ciudad bordee el 90% de ocupación hotelera durante el fin de semana del festival. Pero más allá de la pericia organizativa, de la solidez de su imagen de marca y de su potente impulso fuera de nuestras fronteras, conviene no olvidar que sus reclamos musicales constituyen también (no podía ser de otra forma) un componente esencial de la ecuación. El principal, habría que decir. Y este año tampoco escasean las razones para acercarse a Barcelona el próximo fin de semana, del 12 al 14 de junio. Desgranamos a continuación algunas de las más poderosas.
CLASES MAGISTRALES
Tradicionalmente, no han faltado en el Sónar aportaciones de leyendas de la música popular. Esos nombres que, con mayor o menor lozanía, son capaces por sí solos de encarnar citas con la historia. Como Kraftwerk, New Order, Beastie Boys o Devo. No será este año una excepción, ya que la reivindicación que de su obra llevaron a cabo Daft Punk en 2013 con su inclusión en el celebérrimo "Get Lucky" (y su innegable influjo en buena parte de Random Acces Memories) ha llevado a que Nile Rodgers se presente de la mano sus insignes Chic (aunque con la inevitable ausencia del malogrado Bernard Edwards) en lo que se presume como una lección magistral de disco music pata negra, ocho años después de su última presencia en el festival. Habrá que ver si en buen estado de conservación o afectado por una sequedad limítrofe con la mojama.
Algo similar cabe esperar de Massive Attack, piedra angular del sonido que Bristol exportó al mundo bajo el epígrafe trip hop en los años 90, y de quienes no se tienen noticias discográficas desde hace cuatro años, merced al desangelado Heligoland. Rematadamente pulcros y perfeccionistas en escena, es de esperar que al menos Robert Del Naja (3D) y Grant Marshall (Daddy G) ofrezcan un espectáculo que aporte novedades respecto a las muchas visitas que nos rindieron ya en el pasado. Desde luego, temas y aptitud para escenificarlos no les faltan. No será el único festival que visiten: el Low de Benidorm también les aguarda a finales de julio.
Precisamente de la escena que contribuyó a alumbrar la hornada trip hop a finales de los 80 se contaminó también la figura emergente de Neneh Cherry, quien había militado mucho antes en Rip, Rig & Panic y entró más tarde en contacto con el colectivo Wild Bunch, del que formaban parte algunos de los miembros de Massive Attack, poco antes de editar su fulgurante debut, Raw Like Sushi (89), en el que tanto 3D como Mushroom (Andrew Vowles) llegaron a colaborar (la impronta del trip hop ya se huele en temas como "Brainchild"). El primer disco a su nombre en 16 años es el excelente Blank Project, editado este año, co-producido por Four Tet y con la aportación inestimable del dúo británico de post-rock (y space-dance, si hay que creer a su biógrafo) RocketNumberNine, que será el que la acompañe en escena en un concierto de los auténticamente insoslayables de este Sónar.
AVES NOCTURNAS
Celebrada con la entrega de un público que abarrota sistemáticamente sus recintos, es la programación de altas horas de la noche la que se lleva la palma en cuanto a expectación. El insigne Richie Hawtin participará por partida doble: en su faceta de DJ y como alma mater de la electrónica minimalista de Plastikman al servicio de "Objekt", su esperado nuevo show, en un horario aún diurno. James Murphy, con sus LCD Sounsystem en barbecho, no le irá a la zaga a los platos. Aunque pocas ententes van a generar más curiosidad que la creada entre los noruegos Röyksopp y la sueca Robyn, en lo que se presume como un explosivo cóctel de dance pop irresistiblemente elástico, gomoso y europeo, avanzando en exclusiva el contenido de su álbum conjunto, un Do It Again que promete, y mucho.
En una línea similar, aunque algo más inclasificable, se inscribe la música de la también sueca Lykke Li, que ha virado en sus últimos discos hacia terrenos más solemnes y estilizados de lo que acostumbraba. Actuará en el llamado SónarPub, al igual que la irresistible electrónica acuosa del canadiense Dan Snaith (o, lo que es lo mismo, Caribou), los ritmos gélidos de los germanos Moderat, la encrucijada dance británica (hip hop, drum'n'bass, espíritu rave) de Rudimental (ya presentes hace un año en el FIB), la interminable verbena de juegos autorreferenciales del pop de 2 Many Dj's, la electrónica planeadora del noruego Todd Terje (con ese logro que es la "Johnny and Mary" de Robert Palmer comandada por la voz de Bryan Ferry), el omnipresente valor seguro que representan las mezclas del canadiense Tiga desde hace una década, el techno maquinal del alemán Gesaffelstein o el grandilocuente show del francés Woodkid, una de las grandes sensaciones de la última edición del FIB, merced a su suntuoso pop de cámara con accesos de ritmo tribal, algo así como si Neil Hannon o Antony Hegarty comandasen a los Crystal Fighters.
El pop electrónico abstracto del siempre estimulante Four Tet y el contagioso synth pop de la francesa Yelle completan (ambos en SónarLab), entre muchos otros nombres, la oferta nocturna de un festival en el que el único límite no es el horario, sino el aguante físico de quien pretenda abarcarlo todo.
VALORES SEGUROS
El equilibrio entre las propuestas más hedonistas, escapistas o instantáneamente gratificantes y aquellas que requieran un punto de digestión más reposado y laborioso es uno de los emblemas del Sónar. La división entre programación nocturna y diurna no siempre responde milimétricamente a este esquema (reduccionista, sí), pero sí que trata de responder a esa transversalidad que ha hecho de este certamen uno de los más populares de nuestro país, en su intento (logrado) de dar respuesta a públicos diversos.
Es por ello que la programación diurna no le va a la zaga a la que se perfila pasada la medianoche. El británico Jon Hopkins es una de las indiscutibles figuras de la electrónica paisajística de la última década, esa que le debe por igual a Steve Reich, a Brian Eno o a Aphex Twin, y es también uno de los nombres a subrayar con trazo firme de entre aquellos que comparecerán cuando el sol aún no se haya despedido. Igual de apetitosa será la presencia de su compatriota James Holden, alquimista de esa lisergia rítmica que tanto debe al krautrock y al space rock. Más citas de enjundia en el SonarHall: la de los californianos Matmos, una referencia indispensable de la electrónica miniaturista de principios de los 2000 (artífices del lifting sonoro de Björk a la altura de Vespertine, en 2001), que detenta argumentos para reivindicar la vigencia de sus click'n'cuts y su irreverente sentido de humor en la actualidad.
Como la heterodoxia es un factor casi obligatorio para seducir a amplias capas de público, es de ley también destacar propuestas como la de los portugueses Buraka Som Sistema, responsables máximos de la difusión del kuduro, ese contagioso género angoleño que ellos cubrieron de una pátina progresiva y que no tiene secretos para casi nadie desde aquel Kalemba (wegue wegue), hit de hace unas temporadas. O los veteranísimos Chris & Cosey, históricos supervivientes de los tiempos industriales de Throbbing Gristle, y que no han parado de bregar en lides más puramente electrónicas desde que fundieron los placeres del techno y del acid house a finales de los 80.
Y no se vayan todavía, claro, que aún hay más: como el pulso experimental de Oneohtrix Point Never (que tan bien encaja en el sello Warp), las amenazantes atmósferas que logra crear-a medio camino de clasicismo y vanguardia-Ben Frost, las euforizantes melodías electro pop de FM Belfast, el disco punk de esa excentricidad danesa que son WhoMadeWho, los ritmos rotos del pujante duo catalano-francés The Downliners Sekt o la sesión a los platos del británico Daniel Miller, el tipo que reclutó a Erasure, Throbbing Gristle, Wire, Laibach, Nick Cave & The Bad Seeds, Nitzer Ebb o Goldfrapp para su sello Mute Records, el mismo que ha regentado con mano firme y sabia a lo largo de cuatro décadas. Toda una leyenda.
Llegados a este punto, ¿alguien aún necesita más reclamos convincentes?
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