VALENCIA.¿De qué están hechos los mitos? De palabras, no de carne. Son imágenes, son pretextos, son discurso. Y discurso encendido que va de boca en boca, de mente en mente, de mundo en mundo. De corazón en corazón, fíjate. A Gabriel García Márquez ya lo llevábamos en el corazón mucho antes de que su cuerpo se despidiera de América Latina, de nosotros y de este mundo que se nos queda huérfano; ya lo llevábamos en el alma antes de que subiera a los cielos, levitando como Remedios la Bella, en silencio, apagado por una vejez y por una enfermedad que lo mantuvo apartado de la vida pública durante los últimos años. Sabíamos que estaba en algún rincón de México, y sin embargo ya habíamos aprendido a convivir con su recuerdo mucho antes de su adiós.
A García Márquez lo hemos adorado desde siempre. Desde que leíamos las cartas de amor de los soldados, los coroneles, los generales en sus laberintos y las muchachas colombianas en aquellos tiempos del cólera. Desde que la rabia nos sacudía al leer que los dictadores decrépitos miraban al mar Caribe con la nostalgia de quien se sabe vulnerable en su vejez, mientras mandaban asesinar a sus hijos para no tener que sufrir más.
Desde que conocimos las matanzas de esclavos en las compañías bananeras. Desde que supimos que las mujeres podían no darse cuenta de que se habían quedado ciegas, porque habían adquirido un conocimiento del mundo muy superior al de los sentidos. Desde la primera vez que escuchamos el nombre de Macondo. Cuánta belleza tan dolorosamente humana.
A García Márquez lo hemos adorado desde que lo vimos recoger el Nobel en 1982, resplandeciente con su vestido de blanco caribeño, de lino indígena, de dignidad subalterna. Y sobre todo desde que inventó América Latina en 1967 poniéndole palabras a aquello que solo alcanzábamos a señalar con el dedo, porque carecía de nombre. Las piedras como huevos prehistóricos que moldeaban los ríos. Las aldeas de veinte casas de barro y cañabrava, y todo eso.
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo". Esas son las primeras palabras que inventaron nuestra América, quizás recitadas como versos del Popol Vuh, como salmos de David o como profecías del ciego Melquíades, cuyo misterio solo acertó a descifrar Aureliano cuando vio el cuerpo del niño recién nacido arrastrado por todas las hormigas del mundo hacia sus madrigueras. Hay experiencias fundacionales, como leer Cien años de soledad con dieciséis años, que se tienen o no se tienen.
MALDITO REALISMO MÁGICO
El realismo mágico fue un invento europeo, como el Boom de los 60 y 70. Benditas invenciones. Cuatro nombres, como los Carlos Fuentes (D.E.P), Julio Cortázar (D.E.P.), Gabriel García Márquez (D.E.P.) y Mario Vargas Llosa (...) pusieron palabras e imágenes a México, Argentina, Colombia o Perú, e inventaron todo un continente comunicable para el resto del mundo. Con epicentro en Barcelona (siempre tan latinoamericana), los textos de aquella extraordinaria generación se expandieron por todo el orbe, multiplicándose en ediciones y en traducciones, y fue así como el mundo conoció América Latina.
Y el mundo vio luego que el inmenso Miguel Ángel Asturias era guatemalteco, aunque viviera en París. Y que Jorge Luis Borges era quizás el mejor escritor vivo, aunque fuera argentino. Y que existía todo un panteón de hombres ilustres que habían estado alumbrando una patria latinoamericana para la eternidad: César Vallejo, Rubén Darío, Juan Carlos Onetti, Silvina Ocampo, Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Lezama Lima, José Martí.
"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre", "Yo soy un hombre sincero / de donde crece la palma", "Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esta ya no siente", "Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé", "Qué no daría yo por la memoria / de una calle de tierra con tapias bajas / y de un alto jinete llenando el alba / (largo y raído el poncho) / en uno de los días de la llanura, / en un día sin fecha", "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...": así nos nació la conciencia de América Latina.
Aquella generación alumbró a América Latina, es cierto, pero también instauró una determinada manera de observarla y de entenderla. El peligro estuvo en creer que aquel territorio, que en otro tiempo había sido visto como el paraíso (a partir del relato de Colón y de la Conquista), era entonces un lugar de fantasía con gente volando, lluvias eternas o muertos que acompañan a los vivos a lo largo de su vida (en forma de pajarillo en la oreja de Maduro, por ejemplo).
La épica y la utopía de la Revolución Cubana (del Che Guevara, y aun de Simón Bolívar) tuvo más de fusil que de acontecimiento sobrenatural, y eso es algo que algunos en el mundo parecen no entender. Nuestra América no es un territorio esencialista, sino un lugar convulso y maravilloso atravesado por la historia. Esa es la diferencia que existe entre Elena Poniatowska e Isabel Allende, es decir, entre lo extraordinario y lo banal, entre Roberto Bolaño y Laura Esquivel, es decir, entre lo complejo y Como agua para chocolate.
EL ÚLTIMO MITO
No todo fue El otoño del patriarca (que bien vale un Nobel), Los funerales de la Mamá Grande o El coronel no tiene quien le escriba. No todo fue La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, El amor en los tiempos del cólera o El general en su laberinto. Que no es poco.
A García Márquez lo hemos adorado desde siempre y por muchas razones, y entre ellas, porque nos enseñó que la profesión de periodista consistía en decir la verdad y en escribir algo más que notas de sucesos. Desde Relato de un náufrago, en la época en que Truman Capote y Tom Wolfe teorizaban sobre lo que ya Rodolfo Walsh había hecho una década antes, el New Journalism, hasta Crónica de una muerte anunciada o Noticia de un secuestro, apuntaló no solo una profesión, sino también un género como la crónica del que sigue siendo referente América Latina.
Se nos va la historia viva de América. Se nos va el narrador de mitos que nos enseñó que, bajo ese mundo mágico, existe una dignidad eterna como la de Úrsula Iguarán y tantas mujeres y tantos hombres condenados bajo una misma estirpe latinoamericana. Se nos va el que mejor nos explicaba el mundo. El que pensaba que ascender a los cielos, aunque fuera de mentira, sí era posible. No te diré otra vez cómo. Adiós, Gabo, adiós. Adiós y gracias. Siempre recordaremos, frente al pelotón de fusilamiento, aquella tarde remota en que nos llevaste a conocer el hielo, y el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
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