BOLONIA. En menos de un año, entre 1925 y 1926, poco tiempo después de haber instalado el fascismo como doctrina moral y política en toda Italia, Benito Mussolini sufrió cuatro atentados consecutivos que no acabaron con su vida.
El primero nunca llegó a producirse como tal: el 4 de noviembre de 1925, cuando el diputado socialista Tito Zaniboni accedió a la habitación de hotel frente al Palazzo Chigi, desde donde el Duce solía cebar el mito de la rivoluzione italiana, la policía fascista había descubierto el fusil que Zaniboni guardaba dentro del armario para matar a Mussolini y lo estaba esperando horas antes. Fue condenado por alta traición a 25 años de cárcel.
También el 11 de septiembre de 1926 cerca de Porta Pia, en Roma, el anarquista Gino Lucetti le lanzó una bomba de mano al coche de Mussolini, pero la bomba rebotó en el capó y explotó a pocos metros. Quiso vengarse de las constantes palizas con que los camisas negras atemorizaban a la población y poner fin al capo del fascismo europeo, sin saber lo que le estaba esperando a la propia Europa. Hubo 8 heridos entre la multitud que aplaudía al paso del dictador, y esa misma multitud fue la que redujo a Lucetti y lo entregó a la policía. Fue condenado a 30 años de cárcel, fue liberado por los aliados en 1943 y murió, paradójicamente, en un bombardeo alemán en la isla de Isquia, frente a las costas de Nápoles.
Pocos días después, el 31 de octubre de 1926, Anteo Zamboni, un anarquista que apenas contaba con 15 años de edad, aprovechó el desfile militar de Mussolini en Bolonia para disparar contra el condottiere. Falló. El cuerpo del joven Zamboni fue identificado ese mismo día por la policía, destrozado por los golpes de la multitud fascista, estrangulado, cosido a puñaladas y con una bala en su interior.
Pero entre medias de estos tres, hubo un atentado que agitó la diplomacia internacional y que ayudó a Mussolini, no solo a forjar el mito del Duce dentro de sus fronteras, sino a extenderlo más allá de su patria, creando un imaginario de fortaleza, determinación y gracia divina que hasta las propias naciones vecinas llegaron a admirar, o a temer, o a respetar, pero nunca a condenar. O al menos, nunca antes de enfrentarse al águila fascista (al nido de serpientes que envenenaba Europa desde 1922) durante la Segunda Guerra Mundial. Ese atentado fue el de Violet Gibson el 7 de abril de 1926, cuando disparó a bocajarro sobre el dictador en la plaza del Campidoglio en Roma; un atentado que estuvo a punto de cambiar la historia del continente, pero que solo se llevó parte del cartílago de la nariz de Mussolini, llenándolo todo de sangre, de ira y de miedo. Así arranca La mujer que disparó a Mussolini, de Frances Stonor Saunders (Capitán Swing, 2014).
IRLANDESA, CATÓLICA Y DEMENTE
"Qué suerte que sea Dios quien nos juzgue en lugar de los hombres, había escrito Violet en su cuaderno. ¿Pero nos perdona Dios los pecados que hace él que cometamos?". Violet Gibson había nacido en Irlanda, hija de lord, protestante y destinada a gestionar y cuidar el patrimonio familiar y la vejez de sus progenitores. Sin embargo, el contacto con las ideas católicas y socialistas la llevó, obligatoriamente y sin remedio, según explicó a su padre, a abrazar el catolicismo, luego el pacifismo durante la Gran Guerra y posteriormente el socialismo combativo.
El Partido Socialista había defendido la no intervención de Italia en la Primera Guerra Mundial. Al fin y al cabo, el obrerismo internacionalista consideraba que la lucha entre naciones respondía a la lógica de una lucha entre oligarquías extranjeras ejecutada vergonzosamente por obreros de todos los países del continente. Benito Mussolini, emigrado a Suiza años atrás, donde había trabajado y malvivido (y donde había sido arrestado por vagabundo), entendió que la grandezza de Italia pasaba por recuperar la idea de imperio sobre la base de la clase trabajadora. Por ello, rompió con el Partido Socialista Italiano, al que pertenecía, combatió en la Primera Guerra Mundial y, tras su regreso y una vez acabada la contienda, fundó el Partito Nazionale Fascista.
El nuevo tiempo que reclamaba Mussolini lo resumía el concepto de "trincerocrazia", un tiempo dominado por aquellos héroes que habían combatido por Italia en las trincheras, despreciando a sus parlamentarios, sus discursos y a los pacifistas que simpatizaban con las naciones rivales. En solo tres años conquistó el poder. La Marcia su Roma de las camisas negras hizo que el rey Vittorio Emanuele III, en un intento camaleónico de supervivencia, destituyera al gobierno y le entregara el poder. Giacomo Matteotti fue asesinado año y medio después de la Marcha, y su cuerpo fue encontrado en avanzado estado de descomposición a las afueras de Roma. Matteotti, socialista, había denunciado en el Parlamento Italiano la esencia de violencia y de muerte que el fascismo ejercía en todo el país y había acusado directamente a Mussolini de permitir y alentar la orgía de sangre, las palizas de los squadristi, la represión de toda oposición.
Violet Gibson se instaló en Roma días después del affaire Matteotti, mientras el Duce (que aún no era propiamente Duce) se debatía entre asegurar la vida parlamentaria o dar rienda suelta a los batallones de camisas negras. Eligió lo segundo. Por su parte, los socialistas y los cristianos de izquierdas sobrevivían física e ideológicamente en el Trastevere, mientras el Papa Pio XI calificaba a Mussolini como "l'uomo che la Provvidenza ci ha fatto incontrare".
En su maleta Violet Gibson llevaba un revólver, y lo mantuvo bien escondido en el convento donde se instaló. Antes que Mussolini, pensaba, había que matar al Papa. Pero antes que al Papa, pensó, debía darse muerte ella misma. Impulsada por una metafísica de la violencia y del sufrimiento, presa de remordimientos y de instinto de redención de la Humanidad, Violet Gibson sintió que el mismo Dios le encargaba la misión. No lo cumplió consigo misma: la bala ni siquiera le rozó el corazón y se desvió hacia el hombro. Tampoco lo consiguió con el Papa, puesto que la idea principal derivó (no se sabe si por casualidad) hacia el Presidente del Consiglio. El 7 de abril de 1926 solo logró seccionar parte de la nariz de Mussolini. Luego se preguntaría constantemente, en el manicomio donde pasó el resto de su vida, por qué Dios le había ordenado el mismo asesinato que su mano providencial evitó aquella mañana.
La mujer que disparó a Mussolini es una biografía extraordinaria. Pero no solo es eso.
SI CHURCHILL HUBIERA SIDO ITALIANO: LA VERDADERA HISTORIA
Gracias a las diligencias familiares, Violet Gibson fue internada en un sanatorio tras el atentado y no en una cárcel. Pero a esta decisión contribuyó de forma decisiva las relaciones diplomáticas entre Inglaterra e Italia. Pero tal diplomacia no se basaba tanto en una negociación de intereses nacionales, como en una declarada admiración por la fuerza fascista: "Es fácil denunciar las tiranías y a mí no me gustan, ¿pero son muy útiles estas generalidades? ¿Era más segura la vida en Italia antes de la Marcha sobre Roma? ¿Se cumplían mejor las leyes? ¿Era el italiano medio incluso más libre de lo que es hoy?", Austen Chamberlain, inglés, Premio Nobel de la Paz en 1925. Y lo que nadie espera leer: "Si yo hubiera sido italiano, estoy seguro de que habría estado con vosotros de todo corazón y de principio a fin en vuestra lucha triunfal contra los anhelos y las pasiones bestiales del leninismo", Winston Churchill, Ministro de Hacienda en 1927, futuro Primer Ministro británico.
La mujer que disparó a Mussolini no es solo el relato de Violet Gibson en esa mañana de 1926 en el Campidoglio. Ni tampoco es solo su locura y su intento de salvación moral de Europa. Ni siquiera es solo el retrato de la Italia fascista y su ambiente militarizado y asesino, orquestado por un histérico como Benito Mussolini. Si se lee en esa clave, resulta sin duda apasionante. Pero es más que eso. La mujer que disparó a Mussolini, ensayo biográfico con un extraordinario trabajo estético que mantiene al lector en constante alucinación, apunta tanto a lo que pasó como a lo que no pasó. Del mismo modo que su lectura da pie a que la imaginación del lector construya un escenario donde la bala de Gibson sí acierta en la cabeza del Duce (y el mundo que hubiera desaparecido con él), también da pie a que la imaginación del lector fabule sobre la peligrosa amistad y la sorprendente admiración que pudo ser entre Inglaterra e Italia. Una bala pudo cambiar la historia, pero también la fascinación. No pocos creyeron que aquel hombre era un elegido de la Providencia.
Giovinezza, giovinezza no fue solo un residuo fatal de la historia, sino que fue la tentación de muchos. Ninguna bala pudo adelantar su final.
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