VALENCIA. El lugar común esboza la imagen de un compositor apesadumbrado, agarrado al mástil de su guitarra de palo como único salvavidas para paliar una existencia marcada por el sino cortavenas. La vuelta a presupuestos básicos que supuso el auge del rock alternativo durante la década de los 90 ayudó a propagar ese estereotipo, en connivencia con una generación de cantautores que obtuvo una visibilidad a la que difícilmente hubieran accedido en el decenio anterior (ya saben, los 80 eternamente marcados por el cliché de lo sintético).
En el momento en el que etiquetas como "country alternativo" o "americana" y la autenticidad de lo austero prendieron mediáticamente, nombres como los de Vic Chesnutt, Mark Eitzel (American Music Club), Bill Callahan (Smog), Will Oldham (Palace Brothers), Mark Kozelek (Red House Painters) o Chris Hooson (de los británicos Dakota Suite) lo tuvieron mucho más fácil para emerger a la superficie y labrarse una buena base de fans, acorde con su rédito crítico. Muchos de ellos siguieron bajo diferentes encarnaciones, otros se quedaron arramblados en la cuneta de un camino muchas veces tortuoso (por diferentes motivos), pero todos ellos contribuyeron a regenerar el tejido creativo de los géneros con más pedigrí del árbol genealógico de la música popular norteamericana. Y la mayoría, aún están en ello.
Aún con todo, de un tiempo a esta parte y al margen de las mucho más heterodoxas corrientes de ventilación de la escena weird folk surgida hace más de una década (Devendra Banhart, Cocorosie), hay una selecta pléyade de músicos, aparentemente desconectados entre sí, que se está caracterizando por ensanchar los límites del género hasta extremos apenas concebibles hace unos años. Y que tampoco tiene mucho en común con el reciente sesgo populista de Mumford & Sons, Of Monsters and Men y demás adalides del folk expansivo para grandes recintos, que sería el extremo opuesto a aquel folk bizarro antes enunciado. Todos ellos, distanciados de esas claves, escapan del purismo y dulcifican sus propuestas, al tiempo que se granjean nuevas audiencias gracias a la creciente permeabilidad de su música.
De entre todos, quizá el hombre de moda ahora mismo sea Damien Jurado, el cantautor cuya gira hispana comenzó anoche en Vigo, y continúa hoy en Valladolid (Teatro Cervantes), mañana en Zaragoza (Centro Cívico Delicias), el lunes en Barcelona (Apolo), el martes en Valencia (Espai Rambleta) y el miércoles en Algeciras (La Gramola). Él, por supuesto, no se considera en absoluto cercano a gente como Bon Iver, Iron & Wine o Sufjan Stevens, ya que lo suyo es "mi propio género", tal y como nos asegura respondiendo a un cuestionario cibernético-por exigencias del guión, como suele decirse-cuyo escueto eco redimensiona por completo aquella socorrida expresión de "economía del lenguaje".
El de Seattle no es muy amigo de las entrevistas, pero su extrema parquedad en palabras ("disculpa por lo corto de las respuestas: es un Iphone", concluye) contrasta con la exuberancia formal de Brothers and Sisters of The Eternal Son, un magistral nuevo álbum que supone el tercero en colaboración consecutiva con el productor Richard Swift, quien ha dotado al grueso de su contenido de un barniz de psicodelia cósmica que eleva sus temas hasta cotas de belleza punzante.
Consultado acerca de en qué medida la ayuda de Swift ha sido determinante para expandir la riqueza de su propuesta, Jurado nos dice que "bueno, es un tío alto, de diez pies" (vaya, festival del humor), para a continuación asumir que "ha sido de gran ayuda que haya trabajado en mi música". Tampoco resulta menos infructuosa la intentona porque nos explique algo más acerca de la frondosidad formal de su último disco, porque pese a que en él se pueden rastrear aromas de bossa nova, soft rock o la ya mentada psicodelia, por encima del proverbial poso folk, él prefiere zanjar la cuestión asumiendo que recoge influencias "de todas partes" (el clásico "from all over the map").
Se agradece, en contraste, su sinceridad al reconocer que le "importan las críticas de la prensa", y apuntar que se encuentra "muy agradecido por las buenas reseñas que el disco está cosechando". Un álbum que enlaza, temáticamente, con el sueño de un hombre que decide desaparecer para encontrarse a sí mismo en una dimensión paralela, ya planteado en su predecesor, Maraqopa (2012), y que considera ya zanjado, porque "no va a haber una continuación de esa historia" y tampoco sabe "a dónde me va a llevar mi música, ya que no he hecho planes todavía".
"Mi voz y mi guitarra: eso es todo lo que hace falta", argumenta para defender el austero formato con el que ha aterrizado ya esta semana en nuestro país, en donde sus conciertos suelen ser acogidos por una parroquia modesta en número aunque sumamente generosa en fervor. Una gira de postín, dada la creciente brillantez de su temario, y una nueva oportunidad para poder verle en el contexto en el que (salta a la vista) mejor se explica a sí mismo: el escenario.
Un caso análogo al de Damien Jurado, aunque mucho más popular, es el de Justin Vernon. Todo el mundo le conoce como Bon Iver, alias con el que debutó en 2008 (tras su paso por DeYardmond Edison, germen de los soberbios Megafaun) con el aclamado For Emma, Forever Ago: el canon perfecto de álbum post ruptura sentimental, un disco esquelético grabado en una solitaria cabaña en plena campiña de Wisconsin, con los mínimos medios posibles. El summum de la desolación, vaya.
Así que pocos podían imaginar que aquel chico desvalido sería no solo una de las voces invitadas en My Beautiful Dark Twisted Fantasy (2010), uno de los discos más recargados y ambiciosos del multimillonario rapero Kanye West, o colaborador necesario en las maniobras soft rock de Gayngs, sino también el artífice de una secuela homónima (Bon Iver, de 2011) en la que un cúmulo de programaciones, arreglos de cuerda, ornamentos experimentales y hasta algún (muy discutido) solo de saxo le situaban, formalmente, en las antípodas de su debut.
Este segundo álbum, que no ocultaba sus filias por músicos de marchamo tan poco cool como Bruce Hornsby & The Range, Bonnie Raitt y algunos otros prebostes del pop sintético que copaba las programaciones de las FMs en los años 80, fue otro éxito, y ratificó a Justin Vernon como un folk singer absolutamente atípico, creador de un universo sonoro propio cuyas próximas maniobras son ahora mismo imposibles de predecir, ya que si algo se puede decir es que escapan por completo del estrecho corsé de lo convencional.
Tan alejado del purismo, aunque de forma mucho más gradual, ha resultado el trayecto de Sam Beam, el barbudo que se oculta tras la marca Iron & Wine, asentada entre lo más granado del folk alternativo norteamericano desde 2002. Hasta mediados de la década pasada, facturó una serie de brillantes álbumes que se desmarcaban en muy poco de la primacía de la desnudez acústica. A partir de 2005, comenzó a ceder temas propios y jubilosas versiones para anuncios televisivos y alguna banda sonora (en filmes como Algo más que un jefe, de Paul Weitz o Algo en común, de Zach Braff), colaboró con gente como Calexico y vio cristalizar toda su progresión años más tarde en álbumes tan exuberantes como Kiss Each Other Clean (2011) o Ghost on Ghost (2013).
En ellos late de forma poco disimulada su pasión por el jazz, por el soft rock de los 70 o por el llamado soul de ojos azules de los 80, muy bien reflejados a través de la producción de Brian Deck o la colaboración directa de músicos de la esfera del jazz, como el batería Brian Blade. Una jugada valiente que se concreta en discos de magnificencia creciente, que seguramente generen la desafección de sus fans más tradicionalistas o cerriles pero, al mismo tiempo, le permitan abrirse a nuevos públicos en la creencia de que las barreras estilísticas están para ser franqueadas.
No son-obviamente-los únicos, aunque sí los más notorios. Porque en determinados momentos de sus carrera, con mayor o menor intensidad, también han sorteado esos límites genéricos algunos músicos curtidos durante la última década. Muchos de ellos solo se alejan de la ortodoxia de forma muy puntual, algunos han difuminado ya de forma completa los presupuestos que se supone han de marcar el camino del cantautor folk tradicional, pero todos ellos, en mayor o menor medida, están contribuyendo a enriquecer un panorama que, a falta de hallazgos estilísticos epatantes (si es que aún son posibles), tiene en la adición de condimentos de muy distinta procedencia su principal activo al alza. El secreto, como casi siempre, está en la mezcla.
Y en esa tesitura, de brillantez y rupturismo variables, también se han visto en los últimos años músicos que se han desligado en mayor o menor medida del sustrato tradicional, como el propio Sufjan Stevens (quien pulverizó todas las previsiones con el electrónico The Age of Adz, de 2010), Destroyer, Cass McCombs, Mark Kozelek con Jimmy Lavalle, Eleanor Friedberger, Jonathan Wilson, Neko Case, Daniel Martin Moore, Laura Veirs, Sam Amidon, Laura Cantrell y algunos más. Hay en los surcos de sus discos razones de mucho peso para dejarse seducir por cualquiera de ellos.
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