VALENCIA. "(...) Por aquellos días, Valencia guardó en sus entrañas un tesoro de cuya existencia eran pocos los informados". Así lo relata Juan Gil-Albert en su Memorabilia, en el capítulo 'El Museo del Prado en Valencia". La historia, conocida, ha vuelto a la actualidad de la mano de la película The Monuments Men, el largometraje de George Clooney sobre la unidad estadounidense encargada de recuperar el arte robado y saqueado por los nazis durante la II Guerra Mundial.
Entre 1936 y 1939, un grupo de hombres de la cultura española, dirigidos por el valenciano Josep Renau, a la sazón director general de Bellas Artes, y comandados entre otros por el pintor Timoteo Pérez Rubio, marido de Rosa Chacel, se encargaron de preservar las obras de arte españoles con algunas actuaciones tan espectaculares como el mencionado traslado de los cuadros de El Prado desde Madrid a Valencia. "Fueron un grupo de españoles y un grupo de extranjeros", recuerda Arturo Colorado Castellary, doctor y profesor en la Universidad Complutense de Madrid, y gran especialista del tema.
"Ése es el aspecto más hermoso de esta historia", asegura el exdirector del museo, Felipe Garín, "que a pesar de que estaban en medio de una guerra civil, hubo un grupo de gente que entendió que salvar el arte español era muy importante. Como dijo Manuel Azaña, El Prado era más importante que la Monarquía y la República juntas".
Tal y como recuerda el exdirector general de Patrimonio de la Generalitat, Enric Cuñat, la actuación comenzó con el inicio de la Guerra Civil. La cólera de las masas republicanas ante el Alzamiento se volvió contra los poderes fácticos, y derivó en la destrucción de obras de arte en propiedad de la nobleza, de la burguesía y del clero, así como imágenes religiosas centenarias, en algunos casos puros actos de barbarie que dieron pábulo a todo tipo de leyendas.
Ante la preocupación por el futuro de buena parte del arte español, al sexto día de guerra se creó una junta encargada de velar el tesoro artístico que hallaría obras escondidas en los lugares más recónditos, como 'grecos' "que nadie conocía", apunta Cuñat. En una cueva aparecieron cinco pinturas del pintor griego. Otro tanto pasó con pinturas que jamás se habían inventariado y que llevaban siglos inéditas.
Con el inicio de las hostilidades y los primeros bombardeos, el gobierno republicano ordenó el traslado de las obras del Museo del Prado a Valencia junto con otras incautadas. La decisión partió de Josep Renau, según relata el periodista valenciano Fernando Bellón en su biografía sobre el artista. En una entrevista realizada en los años setenta, Renau le aseguraba que "[Sánchez-Cantón, entonces subdirector del Museo del Prado] se negaba al traslado [de los cuadros]. Decía que los fascistas no iban a bombardear un museo. ¡Y vaya sí lo bombardearon! Pero los cuadros estaban en otro sitio ya, en las Torres de Serranos, de Valencia y en otros lados".
En total cayeron once bombas cerca del museo. Tres explosivas en las inmediaciones, y ocho incendiarias sobre el propio edificio. El objetivo era el hotel Savoy, donde pernoctaban los oficiales rusos, que "estaba situado frente al museo en el lado opuesto del Paseo del Prado", relata Bellón. Era un aviso de que la precaución de Renau no había sido en balde.
Días antes del bombardeo, una selección de las obras incautadas y de El Prado había emprendido un viaje agotador, lento y farragoso hasta Valencia, en el que participaron también valencianos como el escultor Juan Adsuara o José María Giner, secretario del Archivo Histórico Nacional. Ante la pésima logística, algunas pinturas iban al aire y sólo atadas con cuerdas. Cuadros como Las meninas de Velázquez y el Retrato Ecuestre de Carlos V de Tiziano se tuvieron que bajar de los camiones en el puente de Arganda, porque se daban con el armazón metálico, y se tuvieron que hacer pasar de una orilla a otra a través de rodillos.
Cada camión iba a una velocidad inferior a los 15 kilómetros por hora, por lo que se tardaba día y medio en recorrer la distancia entre la capital y Valencia. Por si fuera poco, según le relató Renau a Bellón, "estos transportes tuvieron que efectuarse en plena guerra y bajo la constante amenaza de los aviones. Fue preciso aprovechar las noches más oscuras, y parar los motores y apagar los faros a la más mínima alerta".
Las obras llegaron finalmente a Valencia gracias los buenos oficios entre otros del arquitecto del museo, el gallego José Lino Vaamonde Valencia, y de Pérez Rubio, a quien su contemporáneo Gil-Albert describía como "flaco, de prematura calvicie y de lentitud de movimientos". Se dividieron entre las Torres de Serranos, antes citadas, y el Colegio del Patriarca, perfectamente catalogadas. Al escritor alcoyano debemos también la descripción del modo de trabajar del pintor. "(...) Consultaba sus libros, daba unas disposiciones, iniciaba una numeración", y los visitantes podían ver la obra qué buscaban.
Posteriormente, dichas piezas artísticas fueron trasladadas a Barcelona en dos tandas, una en mayo de 1937 y otra en marzo de 1938; después, en otras dos tandas, en abril de 1938 y enero de 1938, a unas minas en el Ampurdà y al Castillo de Peralada, cuenta Cuñat.
Y, finalmente, en febrero de 1939, atravesaron Francia para ser depositadas en Ginebra, donde las custodió el Comité Internacional de Expertos para el Inventario de las Obras de Arte Españolas. Eran 1.868 cajas que pesaban 139.890 kilos, según registró la aduana suiza. En esta ciudad permanecieron expuestas en la Sociedad de Naciones hasta su devolución a España el 7 de septiembre de 1939, fecha en la que partió un tren con vagones especiales.
Dos días después, este convoy hacía entrada en la Estación del Norte de Madrid. Como los camiones que fueron a Valencia tres años antes, el tren había viajado por la noche sin luces para evitar los ataques. Hacía tan solo ocho días que la Alemania de Hitler había invadido Polonia y con ello se iniciaba la Segunda Guerra Mundial. El arte se salvaba de nuevo.
El relato de toda esta odisea, en la que tomaron parte extranjeros, se ha ido reconstruyendo con los años, ya que al acabar la guerra aquellos primeros Monuments Men de la República fueron represaliados por la dictadura franquista y se les acusó de haber intentado vender los cuadros a cambios de armas, de haber intentado usarlos como canjes, o incluso de haberse apropiado las obras para su propio beneficio. Pero el tesoro artístico, dicen los historiadores, se reintegró por completo.
Ya a mediados de los sesenta, tras años de olvido y desprecio por parte de las autoridades, se escucharon las primera voces reivindicando la actuación de estos ‘rescatadores'. Artículos, revistas y hasta libros, especialmente el escrito por Vaamonde y los estudios de Colorado, fueron acallando el silencio oficial. El primer gran punto de inflexión lo marcó una exposición que se celebró en Ginebra en 1989. En 2003 se colocó una plaza conmemorativa en El Prado y, hace tan solo diez años, el propio museo realizó otra que tuvo por título Arte protegido. Memoria de la Junta del Tesoro Artístico durante la Guerra Civil. Coorganizada por el museo y el Instituto del Patrimonio Histórico Español, estuvo comisariada por Judith Ara, Subdirectora de Conservación del Museo, e Isabel Argerich, responsable de la Fototeca de Información Artística y del Archivo Moreno.
Tanto el documental Las cajas españolas de Alberto Porlán como las referencias indirectas en la película La hora de los valientes de Antonio Mercero, han ayudado a popularizar una hazaña que tuvo su reconocimiento oficial en enero de 2010, cuando el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero, tan obsesionado por la memoria histórica, les rindió homenaje, presentó una exposición dedicada a ellos que tuvo por comisario a Colorado, y distinguió a, entre otros, Carlos Pérez Chacel, hijo de Timoteo Pérez y Rosa Chacel, o al hijo del arquitecto Jose Lino Vaamonde; así como a algunos de los descendientes de los Monuments Men de Franco, como por ejemplo el Conde de Sert, sobrino del pintor Josep María Sert, encargado de traer de vuelta a España las obras, quien enviudó poco antes de la gesta y que, dice Colorado, volvió a recuperar las ganas de vivir con este reto.
La peripecia de los cuadros y esculturas fue extraordinaria, habida cuenta que las obras se trasladaron de una manera casi artesanal, como revelan las imágenes que quedan de esa hazaña y que hoy son fácilmente localizables en la Red. "Está pendiente hacer una gran película sobre esta historia, mil veces mucho más interesante y desconocida", comenta Colorado.
Tanto el Centro Virtual Cervantes, con los artículos de Susana Calvo Capilla, como el Museo del Prado guardan testimonio visual. Toda aquella experiencia no fue en balde. "Hasta entonces", comenta Colorado, "la recomendación de la Oficina Internacional de Museos era preservar las obras in situ. Con la experiencia española se produjo una cambio de actitud en todo el mundo que demuestra que el Gobierno de la República había tomado una decisión difícil pero acertada".
El modelo español fue seguido "por todos los países democráticos", dice Colorado. Los principales responsables de la National Gallery de Londres siguieron la praxis española a la hora de salvar sus tesoros durante la Batalla de Inglaterra, cuando Londres y las principales ciudades británicas, fueron bombardeadas por los aviones nazis. De hecho, Neil McLaren formaba parte del Comité Internacional de Expertos que recibió las obras españolas en Ginebra. Otro tanto pasó con Jacques Jaujart, encargado del traslado de las obras del Louvre. Miembo también del comité internacional, la experiencia española le sirvió de inspiración en su trabajo.
Aquella aventura ha servido de acicate para que se esté siempre alerta con la protección del patrimonio y se contemple como una opción la movilidad de las pinturas y esculturas. Relata Felipe Garín que, con el paso de los años, a mediados de los setenta, en el Museo de El Prado se decidió incluso redactar un nuevo plan de rescate de obras de arte, para el caso de que se diera un conflicto bélico. Garín, que formó parte del equipo que redactó aquel estudio, recuerda que habían concluido que el mejor sitio para guarecer las obras sería la cripta del Valle de los Caídos.
Si hubiera que señalar un héroe, un único nombre, Colorado apunta a Timoteo Pérez, Timo, como lo llamaba Gil-Albert. No sólo por su decisiva participación en todos los traslados, sino también por su trágico final. Después de devolver las obras en perfecto estado, fue condenado al destierro, donde murió, por negarse a firmar un juramento de lealtad al Gobierno de Franco. "El exilio fue el premio que recibió por su trabajo", concluye Colorado.
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