VALENCIA. Entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa comenzó a despuntar una generación de directores afroamericanos, formados en la independencia, que reclamaban un lugar en la industria estadounidense desde posicionamientos ideológicos profundamente asentados en su comunidad. Se habló entonces de un "nuevo cine negro", que tuvo su punta de lanza en películas como Los chicos del barrio (Boyz N The Hood, John Singleton, 1991), que proponía una mirada realista sobre los conflictos en los suburbios raciales, o New Jack City (Mario Van Peebles, 1991), que adoptaba maneras de thriller convencional.
La corriente emergente resultaba de gran importancia porque implicaba que, por primera vez, los cineastas negros podían acceder al mercado global. Anteriormente, en la década de los setenta, se había popularizado un género conocido como blaxploitation (de hecho, uno de sus cultivadores fue Melvin Van Peebles, padre de Mario Van Peebles), que pretendía adaptar a la sensibilidad negra los modos del cine policiaco americano de la época. Bandas sonoras soul, héroes viriles y de una pieza (el célebre Shaft), tramas violentas y erotismo a borbotones eran las principales bazas que jugaban con objeto de satisfacer la cuota de mercado del público negro, que no se veía representado en las producciones mainstream dirigidas y protagonizadas por blancos.
Esta vez era distinto. Las películas surgían de la comunidad negra, pero no tenían como objetivo el consumo interno. Llegaban a un mayor número de público y a festivales porque no estaban concebidas como cine de explotación, sino de autor. Y el líder del movimiento era Spike Lee, que había dado el pistoletazo de salida con Nola Darling (She's Gotta Have It, 1986), un refrescante debut, premiado en Cannes, que le puso en la rampa de lanzamiento de la que saldría catapultado con su tercera película: Haz lo que debas (Do The Right Thing, 1989).
Allí estaba todo: La reivindicación racial y el estilo visual, la música (Public Enemy) y la lucha, la mirada crítica y el puñetazo en la mesa. Era una película política, pero también era comercial. Y arrasó. Spike Lee se convirtió en una estrella y, de algún modo, en la voz de la comunidad afroamericana en el cine.
OTRA PERSPECTIVA
Tan en serio se tomó su papel, que su obra se puede contemplar como un vasto fresco sobre la problemática negra urbana contemporánea, expuesta con brillantez (y cierta tendencia al esteticismo, todo hay que decirlo), en títulos como Cuanto más, mejor! (Mo'Better Blues, 1990) o Fiebre salvaje (Jungle Fever, 1991). La culminación del proceso llegaría con Malcolm X (1992), la monumental epopeya biográfica sobre el carismático líder político.
A partir de entonces, alterna películas de interés con productos menores, y comienza a ocupar más espacio en los medios por sus polémicas (con Quentin Tarantino o Michael Mann) que por su trabajo, aunque cintas como Nadie está a salvo de Sam (Summer of Sam, 1999), La última noche (25th Hour, 2002) o Plan oculto (Inside man, 2006) demuestran que puede aceptar encargos, pero no ha perdido el pulso, y le permiten seguir desarrollando una carrera paralela (que no llega a las pantallas españolas) en la que aborda temas relacionados con la cultura negra.
Pese a la controversia que despierta su figura, lo cierto es que nunca le ha faltado razón cuando alzaba la voz contra el racismo subyacente en la industria del espectáculo, que desde los tiempos de los minstrel shows, en la segunda mitad del siglo XIX, ha relegado al afroamericano al papel de bufón. Un tema que el propio Lee abordó en la notable Bamboozled (2000), y que se ratifica sin viajar tan atrás en el tiempo, al analizar el discurso de series televivivas de éxito que han perpetuado el estereotipo racial durante los últimos cincuenta años, como Cosas de casa (Family Matters, 1989-1998), El príncipe de Bel-Air (The Fresh Prince of Bel-Air, 1990-1996), Webster (1983-1989), Arnold (Diff'rent Strokes, 1978-1986) o La hora de Bill Cosby (The Bill Cosby Show, 1969-1971). Su prolongación en el cine actual serían las comedias caricaturescas de la numerosa familia Wayans.
Si no era el comparsa chistoso de la función o el culpable de cualquier acto criminal que incluyera el argumento, la opción que le quedaba al negro en el audiovisual americano era la de convertirse en blanco. Dicho de otro modo: Ser el negro sumiso y aceptable por la sociedad que tan bien representó el actor Sidney Poitier. Spike Lee ha luchado durante años por cambiar esa dinámica, aunque la película que marca su regreso a nuestras pantallas comerciales poco tenga que ver con las directrices que han guiado su trabajo a lo largo del tiempo, ya que se trata de Oldboy, el remake americano de la impactante Old boy (Oldeuboi, 2003), del surcoreano Park Chan-wook. Prueba de que la batalla de Lee por sus derechos profesionales no ha terminado es que la versión que llega al público dura media hora menos que la montada por el cineasta, que se ha quejado amargamente por ello, pero ha tenido que claudicar ante los productores.
EL LEGADO
Desde la irrupción de Spike Lee, pocos cineastas afroamericanos han alcanzado su nivel de importancia. Carl Franklin sorprendió gratamente con Un paso en falso (One False Move, 1992) e insistió en códigos genéricos policiales con El demonio vestido de azul (Devil in a Blue Dress, 1995), basado en la estupenda novela de Walter Mosley, pero a partir de la poco estimulante Cosas que importan (One True Thing, 1998) su carrera se fue diluyendo y lleva siete años trabajando exclusivamente para la televisión (últimamente, en la serie House of Cards).
Los Hughes Brothers (Albert y Allen) parecían seguir la estela de Los chicos del barrio con la impactante Menace II Society (1993), pero pronto se plegaron a las exigencias de las productoras para rodar Desde el infierno (From Hell, 2001) o El libro de Eli (The Book of Eli, 2010). Otros, como F. Gary Gray o Antoine Fuqua, nunca han introducido el elemento racial en su cine. El primero es el responsable de Negociador (The Negociator, 1998) o The Italian Job (2003), dos claros ejemplos de cine impersonal y de consumo rápido, el mismo camino que transita el segundo desde su debut, Asesinos de reemplazo (The Replacement Killers, 1998). Los responsables de Los cuatro fantásticos (Fantastic Four, Tim Story, 2005) o Scary Movie 5 (Malcolm D. Lee, 2013) también son afroamericanos, pero nadie lo diría viendo sus películas. Y aunque Shadowboxer (2005) ya dejaba claras sus intenciones, hubo quien pensó que Lee Daniels podía convertirse en la voz de la comunidad negra en el cine cuando dirigió la discutible Precious (2009). Un espejismo que duró poco, no solo porque después llegaría El chico del periódico (The Paperboy, 2012), sino por el discurso falso, tramposo e ingenuo que despliega en El mayordomo (The Butler, 2013), su cinta más reciente.
Así pues, y pese a que sus dos primeros largometrajes, Hunger (2008) y Shame (2011), no parecían augurarlo, el artista británico Steve McQueen (ganador del prestigioso Turner Prize en 1999) parece el cineasta más cualificado en la actualidad para recoger el testigo de Spike Lee. Su última película, 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013), entra de lleno en cuestiones raciales, denunciando sin subterfugios el régimen (legal) de terror racista que asoló el sur de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Aunque también es cierto que no establece paralelismos con la actualidad y se trata de un ejercicio de mera reconstrucción histórica. Aún más: Pafaraseando las acertadas palabras de Jean-Luc Godard sobre La lista de Schindler (Schindler's List, Steven Spielberg, 1993), McQueen ha preferido dedicar las dos horas largas de la película a un personaje que logra salvarse (gracias a la intervención de un blanco, por cierto), en vez de a los miles que murieron. Pero es la única manera de vender al público mayoritario (y a los miembros de la Academia de Hollywood) una historia de gran dureza, que quizá consiga sacudir algunas conciencias.
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