VALENCIA. Uno se entrega a la tragedia como a todo, es decir, sin saber. Anthime se monta en su bicicleta una tarde de verano, sábado, sube con esfuerzo las colinas de la Vendée y, al llegar a la cima, sin apenas vislumbrar los campos de sol que se extienden desde Nantes hasta el Atlántico, un golpe de viento lo sacude como una premonición. Es el siglo XX, aunque él no lo sabe todavía.
Inmediatamente las campanas de los pueblos circundantes comienzan a sonar llamando a rebato y Anthime, ya sin sábado, sin sol y sin descanso, da media vuelta con su bicicleta y pedalea cuesta abajo persiguiendo el tintineo lejano del deber y del Apocalipsis. Acaba de estallar la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra. En uno de los baches, sin que Anthime repare en ello, un libro cae al suelo y, prodigiosamente, queda abierto boca abajo con una sentencia que ya no podrá leer: Aures habet, et non audiet. Tienen oídos, y no oyen.
Así arranca el siglo y la nueva novela de Jean Echenoz, 14 (Anagrama, 2013), una de las (pocas) sensaciones literarias que ha llegado en español para este otoño-invierno europeo. Digo pocas, pero también digo infalibles: la cosa francesa lleva unos años a muy buen nivel. Y digo pocas, pero también digo rápidas: la traducción al alemán o al italiano aún no han visto la luz (no es ninguna maldad, en principio) y solo la inglesa, aparecida recientemente bajo el título de 1914 (para que no se pierdan) ha seguido a la traducción española, a cargo, por cierto extraordinariamente, de Javier Albiñana. También la salud de una cultura se mide por el variedad de traducciones que ofrece.
LÁVENSE, AFÉITENSE, PÉINENSE Y NADA TIENEN QUE TEMER
Echenoz compone en 15 capítulos una ópera calculada, sutil e inteligente sobre la primera gran conmoción de un siglo cargado de atrocidades. Entre aquella tarde de verano en que comienzan a sonar las campanas de guerra y la noche en que Anthime, ya de vuelta del frente de combate, se introduce en la cama de Blanche para engendrar al hijo que prolongará la fatalidad, Echenoz nos introduce poco a poco, como si el lector pudiera no saber qué ocurrirá, en el horror de las trincheras.
"Lávense, aféitense, péinense y nada tienen que temer", advierte un oficial a los recién incorporados. Anthime llega con Padioleau, Bossis, Arencel y Charles, haciendo cálculos sobre cuántos días tardarán en volver a casa. Quince, piensan. Luego, treinta. Y así hasta el invierno. Y el lector asiste, de la mano de esos soldados, a la pérdida de la ingenuidad y a la materialización de la tragedia. La ropa comienza a ser insuficiente. La lluvia dobla el peso de las mochilas.
Los soldados se entretienen observando el trazado de los aviones en el cielo (el progreso contra sí mismo). La dieta se reduce a latas de carne. Duermen en casas destruidas. Empiezan a oír el sonido del cañón. Y del mismo modo, es decir, sin saber cómo, se ven empuñando bayonetas de otro siglo, acurrucados en las trincheras que no resisten las explosiones, comidos por los piojos, envenenados por los gases. Y la orquesta, que marca el ritmo del combate como en tiempos de Napoleón, queda despedazada por las bombas.
UNA GUERRA DONDE NO SE LLORA
En 14 pasan cosas, pero nunca se llora. Nadie grita. Nadie reflexiona sobre el trágico destino del hombre (ni de la mujer). Solo avanzan en el campo de batalla, notan cómo la metralla acribilla un cuerpo que se abre, o ven estrellarse un avión, como el material en bruto del horror que deberá descifrar el lector.
"Entonces brota un solo disparo del fusil de artillería: una bala atraviesa doce metros de aire a setecientos metros de altura y mil por segundo y penetra en el ojo izquierdo de Noblès para salir por encima de su nuca, detrás de la oreja derecha, y a partir de entonces el Farman, descontrolado, mantiene un momento su trayectoria para declinar en pendiente cada vez más vertical, y Charles, boquiabierto, por encima del hombro desplomado de Alfred, ve acercarse el suelo en el que va a estrellarse, a toda velocidad y sin más alternativa que su muerte inmediata, irreversible, sin sombra de esperanza, suelo actualmente ocupado por Jonchery-sur-Vesle, bonito pueblo de la región de Champaña-Ardenas, cuyos habitantes se denominan joncaviduliens". Es Marinetti, pero sin alardear.
De la guerra hemos oído hablar como Spielberg (sobre todo la Segunda), y no tanto como Wikipedia. Y el distanciamiento brechtiano que opera Echenoz al hablar de la Primera Guerra Mundial nos devuelve a una escritura limpia, sin afectación, con la misma prosa notarial con que Albert Camus narraba la muerte de mamá en L'Étranger: "Aujourd'hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. J'ai reçu un télégramme de l'asile: «Mère décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués»". ¿Dónde quedaron Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez escrita y publicada precisamente durante la Gran Guerra, en 1916? (monumental, por cierto, como todo Blasco).
Es aquí donde Echenoz se asemeja a Michel Houellebecq, con sus rarezas sexuales contadas con aburrimiento, o a Jonathan Littell de Les bienveillantes (aunque no en su extensión), más que al intrépido Emmanuel Carrère o al gamberro Frédéric Beigbeder, todos ellos narradores de la Francia decadente contada a sí misma.
SE ACOSTÓ JUNTO A ELLA, LA ABRAZÓ, LA PENETRÓ Y LA INSEMINÓ
La sobriedad es la parte indiscutible de lo real; el resto, las lágrimas y los gritos, la desesperación de la muerte, es el relato que cada cuál elaborará por sí mismo cuando asista a los espasmos de Anthime bajo los efectos de la morfina, cuando lo vea regresar a su pueblo mutilado, cuando pasee con Blanche cogido del único brazo que le queda, contando perros y vagabundos, al filo del cuarto año de guerra.
El mundo femenino, apenas entrevisto, resulta conmovedor. ¿A quién ama Blanche? ¿Cómo toma la decisión de continuar con un embarazo clandestino? ¿Cómo se organiza la vida fabril en la retaguardia, al mando de las mujeres? Detrás de una simple escena corre un torrente de contradicciones, de traiciones y de dolor que apenas es revelado por una simple mueca. Es ahí donde el autor nos regala muchas más horas de las leídas, imaginando todas esas ausencias.
14 es una novela magistral. Desprendida de sentimentalismos. Elegante. Breve. En ella se concentra el horror que debía ser el resto del siglo en gestos mínimos, en ausencias concretas. La paz final, el hijo que ha de venir, se cimentará sobre un trauma que irá en aumento, como todo, es decir, sin saber.
En '14', Echenoz demuestra una voluntad de contar lo máximo con lo mínimo, que comienza desde el título. El resultado es una miniatura perfecta, demasiado incluso, un estilizado prólogo para todas las lecturas sobre la Gran Guerra que ya han llegado a las librerías. Os invito a leer mi reseña: bit.ly/1aUtfdX Un saludo cordial
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