VALENCIA. Cuando hablamos de gastronomía y de las emociones que nos produce el trabajo de los cocineros o de los que nos alimentan cocinándonos en nuestro día a día, siempre terminamos hablando de nuestra memoria, de los sabores que evocan a nuestra infancia, de los sabores olvidados.
Según los expertos (¡ante un experto poneos a temblar!), nos convertimos en lo que somos principalmente durante los diez primeros años de nuestra vida. Durante estos años todos los estímulos que recibimos configuran los parámetros bajo los que se regirán en el futuro nuestras emociones, nuestra inteligencia y nuestros miedos.
Por otro lado también se asume la plasticidad y la adaptatibilidad de nuestro cerebro a los contextos con los que se tiene que enfrentar. Sin embargo, lo grueso de lo que somos se mantiene imperturbable durante toda nuestra vida (¡qué coñazo¡).
Pues bien, parece lógico pensar que pasa lo mismo con nuestros sabores, con aquello que nos gusta y aquello que no. Durante nuestra niñez solemos comer repetidamente los mismos sabores, los mismos condimentos y las mismas recetas. Como sucede en otros aspectos, las suertes de nuestras madres o abuelas configuran nuestro mapa gustativo.
¿Que sería de nosotros sin memoria gastronómica, sin esos sabores que nos reconcilian con la vida, sin esos olores que nos abrazan y nos transportan a lugares habitados por nuestro inconsciente? No serÍamos capaces de disfrutar de nuestra gastronomía si no tuviéramos recuerdos.
Y con los cocineros pasa exactamente igual. ¿Que creéis que cocinaría Ricard Camarena sin sus recuerdos y sin su memoria? Muchos de los mejores cocineros, cuando exponen su trabajo hacen referencia a sus madres, abuelas o tías, a los sabores con los que se criaron.
Las tradiciones, los sabores, los productos, la cultura gastronómica en su conjunto, no nace y muere en un momento puntal, sino que es el resultado de una continua evolución y transformación en la que cada cocinero, cada plato, cada técnica, no dejan de ser una hebra de un gran tapiz.
Mis amigos del norte siempre sueñan con sabrosos asados de carne o pescado, con legumbres y verduras frescas. Los del sur con sus pescados fritos, con todos los productos del rey ibérico y sus humildes guisos. Aquí en el este, el arroz y todas sus derivadas suelen articular la memoria gustativa. Para los que somos de lugares fronterizos, nuestros recuerdos son más huidizos y por ello quizás más añorados.
Para todos hay un denominador común: la sopa de nuestra madre. ¿Se imaginan no tener esa referencia? Por favor, madres del mundo, aprendan a hacer la mejor sopa de cocido del mundo. Cada uno a su manera, con más o menos verdura, con chorizo, con jamón o incluso como a mi me gusta: con doble caldo.
Pues bien, después de todo esto, se me plantean varias preguntas. ¿qué pasa con los niños que se crían en casas en las que no se cocina? ¿serán los happy meals y la telecomida los recuerdos para esos niños? ¿por qué se está dejando de cocinar? ¿es parte de nuestra responsabilidad como padres cocinar para nuestros hijos?
Por favor, cocinen para sus hijos, igual que se preocupan de que aprendan inglés, matemáticas o fútbol. Si no saben, no se preocupen, aprendan, es fácil. Sus hijos se lo agradecerán. Incluso cocinen con ellos. Que toquen y huelan un calabacín o un puerro, que sepan lo que es un pescado entero o un pollo.
Visiten los mercados con ellos, igual que visitan museos o teatros. Hagánles este regalo. Si pueden cuando cumplan los diez años llevenles a un buen restaurante gastronómico. Disfruten con ellos.
Quizás por el trabajo, quizás por esa quimera sobre la igualdad, quizás por la ambición desmedida, quizás por la falsa comodidad, o por las insaciables multinacionales, la realidad es que, cada vez se cocina menos. Reivindico desde aquí, la cocina en familia, la comida en familia.
Todo esto no es incompatible con la salud, el culto al cuerpo o la vida sana. Si no todo lo contrario, conociendo los productos de temporada, cocinándolos, enseñaremos a nuestros hijos a comer. Les regalaremos unos sabores que llenarán su memoria, en base a los cuales podrán disfrutar de lo que comerán el resto de su vida y más importante, les ayudarán a saber lo que quieren comer.
Como decía mi profesor de dibujo sobre cómo se aprendía a dibujar, pienso que a cocinar se aprende cocinando. Existen miles de libros y cursos. Yo les recomiendo dos cosas: cocinar siempre con el corazón, sin prisas y empezar cocinando aquello que les guste comer. No empiecen utilizando máquinas infernales que no hacen mas que atontarnos y eliminan todo el alma que tiene la cocina.
Seguro que este otoño muchos se ven atraídos por la cocina gracias al éxito que seguro tiene el nuevo programa televisivo de cocina, Top Chef. Es un buen inicio, cualquier excusa es buena. Pero empiecen despacio. La primera clase podría ser la preparación de una buena salsa de tomates frescos.
Después de aprender a cocinar dejarán de comprar comida en esos lugares comunes en donde la comida parece más bien salida de un laboratorio y no de la tierra o del mar.
Personalmente el pasado domingo puede hacer mi primer pan con masa madre, gracias a Jesus Machi, (tiene su horno en la calle Duque de Calabria 14, Valencia) y a la inquietud de Tanden Gastronómico, organizadores del curso.
Los incombustibles Bernd H. Knöller y Joaquín Schmidt organizan pequeños y divertidos cursos de cocina en sus restaurantes en donde lo más importante no son las recetas, sino el amor por la cocina.
Una gran reflexión que deberíamos hacernos todos los padres. Un caldo cocinado con cariňo o cualquier otro guiso con alma puede ayudar a un niňo a diferenciar una alimentación saludable de otra que no lo sea. El problema es que la falta de tiempo y el cansancio nos hace descuidar un poco este aspecto. Por eso nada mejor que reunirse de vez en cuando con gente como los Tándem Gastronómico o Jesús Machí para aprender. Con gente como ellos todo es más fácil.
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