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Valencia cada 18 años

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 06/07/2013 "Su avión aterrizaba en Valencia a las cuatro de la tarde, en un vuelo prácticamente vacío..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. Su avión aterrizaba en Valencia a las cuatro de la tarde, en un vuelo prácticamente vacío procedente de Palma de Mallorca. Apenas llevaba cinco minutos paseando por la terminal, nervioso por reconocerlo, cuando comenzaron a salir con sus maletas los pocos pasajeros que hacían el trayecto desde las islas a la península a esa hora de la tarde.

Esperaba que saliera acompañado por algún empleado del aeropuerto, o en silla de ruedas, o blandiendo un bastón, yo que sé. Y sin embargo, cuando se hubo disipado el trasiego de maletas y viajeros, lo vi por primera vez tal y como he querido recordarlo hasta el día de hoy: erguido al lado de la puerta, agarrado a una bolsa de mano y con una media sonrisa de quien sabe que está sorprendiendo.

"Si mañana nos cruzamos y no te saludo, discúlpame", me dijo mientras dejaba la bolsa en el maletero. Y me explicó que apenas tenía un seis por ciento de visión en uno de los ojos. Un seis por ciento. "¿Qué se alcanza a ver con eso?", pero ni se me ocurrió preguntárselo aún no sé bien por qué. Diría lo de siempre, imagino: unas sombras, unas siluetas con límites inconcretos moviéndose en un espacio difuminado, una oscuridad apenas sostenida por un claro de luz por donde entra el sol, la calle, los libros y todo lo demás.

Camino de su hotel, observé cómo había sacado la mano por la ventanilla del coche y acariciaba el viento cálido del sur. Lejos de Potsdam, donde vivía, ese lugar donde los vencedores de la Segunda Guerra Mundial se repartieron lo que quedaba en pie de Alemania, sus cenizas, sus despojos, las Antiguo Muro de Berlínruinas de su totalitarismo hitleriano, los fantasmas que habían arrasado a sangre y a fuego toda Europa.

"Hace dieciocho años que no volvía a Valencia", me contó a la hora de cenar. Lo había recogido de una de esas residencias universitarias del centro y habíamos paseado por Caballeros, la Lonja, el Mercat y habíamos acabado en Corretgeria para comer algo. "Corretgeria, 40", le dije, "no existe lugar más extraordinario en Valencia", y el Micalet quedaba iluminado sobre los tejados, mientras en los balcones colgaban los toldos de láminas de madera pintados de verde y de marrón. "Si existiera una geografía emocional, este sería el centro neurálgico", le comenté aunque no recuerdo que sonara tan cursi. "Valencia era una ciudad preciosa", me respondió, "pero fíjate que gasté mis energías entre Madrid y Barcelona, y luego ya volví a Alemania... y hasta hoy".

Llevaba todo este tiempo dando clases en la universidad, había recorrido Estados Unidos de Este a Oeste, había pasado largas temporadas en Cuba, residió durante años en el Madrid de la movida donde no se perdió, decía, de casualidad, acababa de regresar de México y la semana siguiente debía ir a París a recoger una distinción al mérito civil con la que no se sentía especialmente cómodo, "es napoleónica", me explicó a medias, de cuando la "grandeur" del Imperio debía reconocer la "grandeur" de sus súbditos. "A mí, que soy alemán", decía.

Valencia figuraba en toda esa cartografía por puro azar. Y en cierto modo, Valencia aún deja al puro azar toda sus posibilidades, Corretgeria 40, por ejemplo; aún deja que la descubra quien pueda, que la miren cada 18 años, y de casualidad, los ojos de hombres y de mujeres extraordinarios. Ojos nublados. Ojos clarividentes. Él era uno de esos hombres y mujeres extraordinarios. Y hablaba con la convicción y el desenfado con que suelen hablar. Pausados. Certeros. Y preguntando, porque los hombres y mujeres extraordinarios, ante todo, preguntan.

"Mi generación ha hecho todo lo que quería hacer. En Alemania queríamos la unificación, especialmente los que vivíamos en la RDA, y vimos de la noche a la mañana cómo caía el muro de Berlín. Ni te imaginas lo que era eso. Que se cumpliera lo que pedíamos. Pudimos estudiar, pudimos trabajar, pudimos viajar. Nos casamos, nos separamos, nos volvimos a casar, tuvimos hijos. Yo he visto incluso ganar a Los Verdes en Baden-Württenberg", decía. "En España me parecía que ocurría algo similar, que podía cumplirse lo que pedíais, y durante un tiempo lo creí, en Madrid, en aquellos años, claro", y se quedaba pensativo.

"Ahora no lo sé. Todo es distinto, incluso en Alemania". Y me habló de su hija, que tenía dieciséis años y en unos años iría a la universidad, pero que nunca, nunca, nunca seguiría los pasos de su padre. "Hicimos todo lo que queríamos hacer", sentenció, "o muchas cosas que imaginábamos, pero a vosotros no os han dejado ni siquiera imaginar". Y de repente, me preguntó: "¿tú qué piensas?".

"Yo no me imagino que en España puedan ganar los verdes nunca", le respondí. Y como eso, continué, no podía imaginarme nada de lo que él decía. Le expliqué lo que pensaba de Valencia, una ciudad en medio del azar que aparece cada 18 años, a la que vuelven de casualidad hombres y mujeres extraordinarios porque es la propia ciudad la quiere vivir así, en la casualidad, en la inercia de sus posibilidades. Le expliqué algo que ahora pienso mejor, que mi generación nunca será tomada en serio (ni incluso por ella misma) hasta que sea demasiado tarde, es decir, hasta que sea demasiado vieja, igual que esta ciudad y que este país, lugares demasiado viejos donde se está haciendo demasiado tarde para casi todo. 18 años es demasiado tiempo para que nos vuelvan a mirar, pensé. Aun con ojos nublados.

Su vuelo despegaba al día siguiente por la tarde. Me pidió que lo llevará al aeropuerto después de su conferencia en la universidad, pero antes quiso volver al centro para comer algo rápido en una terraza al sol, sin abrigo y sin Potsdam que lo impidiera. "Esto es extraordinario", me dijo. Y le respondí que sí. Apenas pasó 24 horas en Valencia, y el abrazo con que nos despedimos fue realmente emocionante. La tarde transcurrió incómoda, cogí un par de libros y me fui a la playa. Probablemente no leí nada... y por la noche, al abrir el mail, vi que tenía un correo escrito desde el aeropuerto.

Simplemente me daba las gracias por la amabilidad, me deseaba suerte de forma convencional, pero cerraba con una frase que sonaba como un legado: "Ojalá no pasen otros dieciocho años para volver". Y le respondí que por supuesto, que no sabía de qué manera, pero que por supuesto. Que buen regreso. Que suerte a su hija también. Que nos encontraríamos pronto. Y que por supuesto, insistí, que por supuesto. Y ahora eso me persigue, aun cuando uno no sabe si puede estar a la altura de lo que imagina. Aun cuando uno no sabe si lo que imagina será barrido por inercia cada 18 años.

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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2 comentarios

JMR escribió
09/07/2013 01:29

Pues que tenga buen viaje, y nosotros que tengamos posibilidades y alternativas. Un saludo.

06/07/2013 14:16

Jose buenos días: uno, no abandona ni las cosas ni la ciudad que lo recibió y lo acogió "así porque si" estamos viviendo tiempos convulsos. En el 75 viviendo yo en el Norte de Alemania creíamos imposible que algún íia se rompiera el ¿tripartidismo? de la CDU-FDP-SPD y sin embargo los verde,los ecologistas finalizaron siendo y son una alternativa real. Aquí, con lo revuelto que está todo no debemos perder la esperanza de que surja una alternativa diferente a lo que tenemos. Mi mujer está volando en estos momentos hacia Valencia espero que, al menos ella me traiga un poco de todos los "olores" de la ciudad.- Un saludo Alejandro Pillado Marbella 2013

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