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Peaje interruptus

CARLA VALLÉS. 08/06/2013 "El barbudo, que hasta ahora únicamente se concentraba en un infernal whatsapp, pilla a la acosadora ocular dedicándole un guiño cómplice..."

VALENCIA. Consigue convencerme para ir a Barcelona. "Ni hablar, no me llega ni para comprar el pan", exageraba yo cabreada ante la insistencia desmesurada de una amiga. Me anuncia, sin embargo, que existe una estupenda y económica forma de viajar llamada BlaBlaCar. Se trata en una red social en la que ciertos conductores promueven viajes en compartido pese a aceptar en el trayecto pasajeros completamente desconocidos. "¿Y si es una mafia que rapta a chicas inocentes?", pregunto asustada. "No te preocupes, yo ya he contratado el servicio más veces. Las personas son de confianza", contesta mi amiga muy persuasiva.

Llega el día de la salida y Gema, mi amiga, me comunica hora y lugar donde el anónimo vendrá a recogerme pues por motivos de trabajo ella ya se encuentra en la capital catalana. Durante la espera se me despiertan algunas dudas. "¿Y si el conductor es un violador que se ha fugado de prisión?" pienso mareada por culpa de un extremo e inapropiado temor.

Un Toyota Yaris plateado se acerca y me alivio nada más observar a los pasajeros en el interior. El coche se estructura del siguiente modo: en el asiento del conductor se encuentra una menudita y tímida chica aproximadamente de mi edad, el del copiloto lo ocupa un varón alemán mucho mayor que el resto, y detrás se sienta a mi lado un chico de poblada barba que luce casi todos los must de la temporada del verano. Me llama la atención el abundante número de pulseras alrededor de su muñeca referentes a algunos de los festivales españoles de música indie más de moda.

"Ahora a por la del Primavera Sound, este año lo va a petar", suelta respondiendo a mi curiosidad de su razón de ser en aquel exótico automóvil. Satisfecha por una asequible elección de desplazamiento y por unos compañeros de viaje sin aparentemente antecedentes penales, nos adentramos en la autopista a una velocidad considerable con un CD de música aceptable.

Tras varias cabezadas me reclino cómodamente en mi lateral. A punto de cerrar lo ojos advierto un inesperado juego de miradas. Mientras el copiloto mantiene distraída su atención en el paisaje, descubro intermitentes y fugaces movimientos de ojos de nuestra conductora al moderno sentado a mi izquierda a través del retrovisor. El barbudo, que hasta ahora únicamente se concentraba en un infernal whatsapp vibrante, pilla a su acosadora ocular dedicándole un guiño cómplice. Ella, cortada, retira la mirada con las mejillas ligeramente sonrojadas con remordimiento.

Al cabo del rato vuelve a colocar su ojos con prudencia en el espejo, como mirando al coche de atrás ajena al presente cortejo. Pero el moderno, preparado, la obliga a arrastrar su mirada hacia su bolsillo del pantalón donde juguetea a mover su mano ocultando, tras su velluda barbilla, una sonrisa socarrona. Ruborizada, la chica recoloca el retrovisor para eliminar semejante panorámica.

La cosa comienza a subir de tono. El chico aumenta sutilmente el ritmo de sus movimientos con guasa cual experto abrillantador mientras ella, intimidada, es incapaz de disimular su creciente nerviosismo. "¡Reduce, peaje, cuidado con el atasco!", se me ocurre gritar de repente preocupada por mi seguridad y muerta del asco. Así continúe vociferando cada vez que mi acompañante comenzaba su maniobra con ganas de cachondeo agradecida por una autopista plagada de casetas del terror.

Los odio. A los peajes, digo. En mi opinión, un peaje en una autopista es como Ronaldo en el Real Madrid, lo ponen siempre para fastidiar. Reconozco que hace unas semanas de camino a Calpe solté un "No vull pagar" con intención de reivindicar mi libertad a pasar ya que en mi opinión un peaje está más amortizado que la emisión de "Saber y Ganar" en RTVE. Aquel día en la AP-7 mi cabreo aumentó al observar que mi protesta se dirigía a una máquina de pago pues ahora para evitar reclamaciones valientes a bocajarro eliminan además puestos de trabajo.

Esa tarde, aquel grupo de desconocidos teníamos que afrontar la catalana. Probablemente, una clara finalista en el ranking de carreteras estatales de pago más villanas. Un sufrido periplo hacia el inframundo en el intento por burlar el sistema y salir a la autovía. Esa alternativa de vía unidireccional colmada de obstáculos que le dan a uno por... maldecir en modo bucle. Imponiendo la vuelta a la autopista con regusto amargo pero necesaria por salud mental. Un destino dependiente de la cuenta corriente. Obstaculizado por las cabinas de la sanción. Una suerte de confesionarios del horror donde, aunque libres de pecado, destripan el bolsillo de sus víctimas avivando un poderoso instinto criminal únicamente para pulsar un botón. El de la libertad con sumisión.

En este contexto, de tintes por cierto cada vez más alarmistas, reconozco que me he vuelto activista. Sin embargo, aquella tarde mi actitud cambió. Al menos momentáneamente. Pues durante el viaje, los numerosos y diabólicos peajes evitaron, para mi suerte, la distracción continuada de nuestro piloto hacia cierta desagradable y morbosa articulación.

"¡Sacar otra vez las carteras, peaje después de la gasolinera!" exclamaba cortándole el rollo cuando el tipo se ponía ocioso. Al llegar a la ciudad no pude evitar sonreír con malicia al imaginar a ese Hypster bufón bailando en los conciertos con un merecido calentón doloroso. Y es que, lo único que consiguió levantar en aquella experiencia conjunta del BlaBlaCar fueron cinco metálicas barras después de pagar.

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