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Lluvia americana

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 25/05/2013 "En Missouri los maestros de escuela tienen la obligación de llevar armas", me dijo mirándome con gravedad..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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MADRID. "En Missouri los maestros de escuela tienen la obligación de llevar armas", me dijo mirándome con gravedad mientras sorbía en silencio un té de ciruela. Y era exactamente un té de ciruela, porque la verdad reside en los detalles, y uno no debe despreocuparse de esas cosas. "Lo acaban de decretar, como medida de seguridad, imagínate", y sostenía la mirada agarrando con fuerza la taza. Nunca lo vi tan pétreo, y eso que estudió en Pamplona con el Opus Dei, pero eso fue antes de que nos conociéramos. "¿Tú llevas armas?", le pregunté, e inmediatamente dibujó un gesto de fastidio.

Conocí a Alberto hace algunos años en un viaje fugaz a los Estados Unidos. Nos encontramos una noche en la cafetería de un hotel perdido de Rhode Island, cada uno sentado con su ordenador, mirando los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de Providence. Hacía horas que el servicio había cerrado, pero dejaban un termo de café recalentado en la sala, y aquel era el único lugar adonde llegaba la conexión wi-fi. La soledad siempre encuentra su propio reflejo. Fíjate en las vitrinas de Edward Hopper y en sus casas naranjas y verdes como de sol de enero. Fíjate en los fotogramas de Phil Murray cuando se sienta en la cama de una habitación en un rascacielos japonés. Lost in traslation, querido, somos nosotros, pero mirando Facebook con una taza de café americano.

En ese lugar lo conocí, en una de las trece colonias que fundaron el Imperio. Un lugar en que si te fijas bien, más allá del asfalto de los Kentucky Fried Chicken, se puede ver todavía el campo inconmensurable y extraordinario que descubrieron los ingleses una mañana de lluvia, y que bendijeron con oraciones y salmos de conquista como si fuera la tierra prometida.

A la mañana siguiente, paseamos juntos por las colinas de Providence. A un lado un grupo de chicos jugaban al béisbol sobre la hierba húmeda, y entonces supe que había estado viviendo en Toronto durante muchos años, que había sacado plaza de profesor en Kansas City, y que allí se había casado. "En Kansas los niños no juegan en los parques", me dijo, "pero es insoportable cómo gritan en España, a la puerta de las casas". Y los niños de Rhode Island bateaban a nuestro lado, lanzando pelotas contra los edificios del campus de Brown.

Fui a por Alberto a la estación del AVE, aparqué como pude y entré corriendo. Tarde. El tren en el que llegaba desde Madrid hacía diez minutos que había llegado, y ya no quedaba ni rastro de él. Me asomé a la cafetería, y a un par tiendas de ropa, pero nada. Hasta que finalmente lo vi, flanqueado por dos maletas gigantes, sentado en un rincón del McDonalds y devorando un Big Mac. "Yo no sé si esto es desayuno, comida o cena", me explicó después de tanto tiempo sin vernos.

Pasó una semana viendo Valencia desde el coche. Le explicaba los límites entre Ciutat Vella y Botànic. Le mostraba los agujeros de cañones napoleónicos sobre las torres de Quart. Recorríamos el cauce del río cruzando los puentes para que se asomara a los jardines. Repasaba uno a uno los edificios de la Ciutat de les Arts i les Ciències. "Oye, José, me he traído el bañador", me dijo una vez se hubo cansado de tanto paseo. Y lo miré desconcertado. "A mí la Academia no me ha cambiado", aclaró...

Una tarde se pasó por la facultad para ver los programas de literatura que llevábamos a cabo desde el departamento. Traía consigo un ejemplar de su libro, escrito entre Toronto y Kansas, sobre la gauche divine: "El discreto encanto de la subversión", ponía con grandes letras negras sobre fondo rojo. Y con el mismo desparpajo barcelonés de los 70 acabó en la cafetería disertando sobre la vida americana ante un grupo de estudiantes.

"Yo no llevo armas, y procuro no pensar en ellas", dijo Alberto apurando su té de ciruela, mientras el grupo esperaba otra respuesta. "Uno sabe que esto ocurre y que hay una violencia sistematizada, una violencia en todo, en el barrio, en la escuela, en que uno pertenece a tal o cuál raza considerada peligrosa por la CNN... no es que sean un par de locos sueltos, lo de Boston, por ejemplo", continuó. "Si es blanco, es solo que se ha olvidado de tomar una pastilla, es que estaba pasado de cocaína, es que estaba mal de la cabeza... vale lo que sea.

Ahora, si es negro, olvídate. Si es latino, olvídate. Esos arrastran una condena particular". Hay veces en que el saber no vale nada. "Uno sabe que hay armas por todas partes, que montan ferias como las ferias de ganado, vaya, y uno puede comprar la que quiera sin ningún control. Pero ¿y de qué vale saberlo?", dijo Alberto.

Volvimos a casa ya de noche. Salimos de la ciudad sin apenas tráfico y nos sumergimos en la oscuridad de la carretera. No sé en qué momento se había puesto a llover, pero aquella escena atravesando la noche me llevó a aquella madrugada de Rhode Island en que nos conocimos. Bajé la música y activé los limpiaparabrisas. Miraba fijamente la autovía.

"La soledad del mundo", pensé. La soledad del mundo, y me vi conduciendo como Pessoa en un poema extraordinario en que viaja en coche de noche de Lisboa a Sintra y de Sintra a Lisboa, sin saber si quiere quedarse en un lugar o quiere llegar al otro. "En la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra. En la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí", dice. "Probablemente Pessoa no puede estar en ninguno de los dos sitios", pensé.

Y entonces Alberto, tan oportuno, rompió el silencio con firmeza y sin dejar de mirar al frente: "Mañana no podremos ir a la playa con esta lluvia". Y lo miré con una sonrisa. Y me devolvió la mirada y la sonrisa: "Tanto Pessoa, tanto Pessoa", pareció decirme.

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