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libros

Nuestra feria de
las vanidades

FRANCISCO FUSTER. 05/05/2013 "De  Sorolla a Ecclestone, Serna repasa los hitos del devenir de los valencianos..."

VALENCIA. A mediados del siglo XIX, Inglaterra parecía vivir un momento de esplendor en el que todo aparentaba marchar sobre ruedas. Desde la victoria del duque de Wellington sobre Napoleón en Waterloo, el país no había dejado de cosechar triunfos, consolidándose como una potencia política y militar en Europa, y como una sociedad avanzada en la que, gracias a los beneficios de la Revolución Industrial, el pueblo gozaba de un nivel de vida menos precario, más desahogado.

Cuando todo el mundo coincidía en lo ideal de la condición alcanzada, fueron precisamente dos escritores ingleses, conocedores de esa trastienda menos decorosa que toda fachada elegante suele esconder, quienes denunciaron -cada uno su manera- que no era oro todo lo que relucía. Lo hizo Charles Dickens en algunas de sus mejores obras (Oliver Twist, David Copperfield), ambientadas en esos bajos fondos londinenses en los que los efectos de la industrialización no fueron tan buenos como se esperaba, y lo hizo William Makepeace Thakeray sorprendiendo propios y extraños con la publicación de una novela que se convirtió, al decir de de muchos, en la crítica más mordaz dirigida contra la puritana sociedad victoriana y todo lo que esta representaba.

La feria de las vanidades, publicada originalmente por entregas en un periódico londinense, entre 1847 y 1848, descubría una sociedad de clases en la que, bajo una aparente felicidad por todos aceptada, se desarrollaba un complejo teatro de posturas y poses, de ficciones, hipocresía y doble moral. En esa especie de folletín en el que la historias personales se entrelazaban unas con otras, quedaban representados todos los personajes arquetípicos de la novela realista decimonónica, en una ceremonia de la confusión en la que, sin embargo, cada cual sabía bien qué papel desempeñaba en la obra.

La Valencia de la primera década del siglo XXI no es el Londres victoriano cuya cara oculta nos descubrieron estos escritores, pero sí fue un lugar en el que todos asistimos -unos como actores (los políticos del Partido Popular que ejercían su gobierno sobre la ciudad y sobre el conjunto de la Comunidad Valenciana) y otros como espectadores más o menos cómplices- a la representación de un espectáculo permanente, de una feria de la vanidades a la valenciana.

La historia de cómo se desarrolló en varios actos esa obra de teatro en la que nos vimos inmersos los valencianos durante "aquellos maravillosos años" es lo que nos cuenta el profesor Justo Serna en La farsa valenciana: los personajes del drama (Foca, 2013), un ensayo a medio camino entre la crónica periodística y el análisis sociológico en el que el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia ha reunido -corregidos, ordenados y actualizados- varios de sus mejores artículos de opinión, publicados durante los últimos años en El País, Levante-EMV y su conocido blog, Los archivos de Justo Serna.

En la primera parte de la obra, titulada "La farsa valenciana", el autor hace un ejercicio de síntesis para situar al lector -sobre todo al de fuera de la Comunidad Valenciana, menos conocedor de nuestra realidad cotidiana- en el contexto político y social en el que se han desarrollado los hechos, haciendo un poco de historia sobre nuestra joven democracia autonómica, para tratar de entender cómo hemos llegado hasta aquí.

Partiendo de Joaquín Sorolla y terminando con Bernie Ecclestone, Serna repasa los principales hitos que han marcado el devenir de los valencianos durante esos años de vino y rosas en los que los sucesivos gobiernos populares pusieron en escena un despliegue ideológico y retórico con el que consiguieron convencer a buena parte de la sociedad que, creyéndose ese proyecto de prosperidad y bienestar sin límites, no dudó en renovar una y otra vez la confianza de unos dirigentes que también supieron eliminar -si bien es cierto que, en ocasiones, ni les hizo falta- a sus rivales políticos.

Por estas páginas desfilan todos los temas que han sido actualidad en este tiempo de despilfarro y corrupción; momentos grabados a fuego en nuestras retinas e inmortalizados para la posteridad en esas instantáneas que dieron la vuelta al mundo para poner -o eso nos decían- a nuestra ciudad en el mapa: los coches de Fórmula 1, los veleros de la Copa América, la visita del Papa Benedicto XVI, y un largo etcétera.

Una vez puestos en situación, un segundo bloque del ensayo está dedicado a repasar uno a uno los nombres que conforman lo que el autor llama la dramatis personae de esa farsa valenciana: las caras ya perfectamente reconocibles de quienes, aprovechándose de su posición de poder, y con el aval de la mayoría absoluta, hicieron y deshicieron a su antojo y con impunidad, sin reparar en gastos y sin cuidar las formas.

Aquí encontramos un retrato irónico y certero de una nómina de políticos en la que, al igual que en la novela de Thakeray, no falta ni sobra ningún papel: los protagonistas principales del drama (Rita Barberá, Eduardo Zaplana y Francisco Camps), los siempre necesarios actores de reparto (Rafael Blasco, Esteban González Pons, Ricardo Costa, Carlos Fabra y Alfonso Rus) y, por supuesto, estrellas invitadas de la talla de José María Aznar o Mariano Rajoy.

Todos son analizados en un tono desenfadado, con rigor pero sin perder la guasa; desde la cercanía que da la convivencia diaria, y desde la distancia que proporcionara el no saber muy bien en qué mundo vivía cada uno de ellos durante una etapa en el que la sociedad valenciana parecía vivir anestesiada, embobada y deslumbrada por el oropel.

En definitiva, y como explica el propio autor en unas palabras que resumen a la perfección el espíritu que anima un ensayo cuya lectura recomendaría a todo ciudadano mínimamente crítico y autocrítico, La farsa valenciana es "un libro de examen y combate, de análisis y de intervención, de enojo y chanza. Tiene algo de teatro y de dolor (de ahí, la posibilidad de titularlo o identificarlo con el drama).

Y tiene algo de grotesco. Hay una realidad local, la valenciana, que se ha hecho universal gracias a las fanfarronadas arquitectónicas de los últimos años, gracias a la grandeza presupuestaria, a la esplendidez del clima, del sol y de la gastronomía. Certámenes internacionales, competiciones deportivas: habíamos pasado de la Valencia agraria -que el ensayista Joan Fuster aun diagnosticaba y deploraba en 1962- a la Valencia de la tercera revolución industrial, mercantil y ostentosa de estos últimos años.

Pero, ahora, cuando la crisis económica ha arruinado el futuro de grandeza y las expectativas, cuando los escándalos y la corrupción han manchado esa postal, somos un poco el hazmerreír. Fuimos la envidia, y ahora nos apesadumbramos, nos lamentamos".

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