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Lágrimas negras, como mi vida

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 29/03/2013 Era un señor elegante y discreto tocando el piano. Como de cabaret. Como de salón en blanco y negro...

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. Era un señor elegante y discreto tocando el piano. Como de cabaret. Como de salón en blanco y negro. Como de sala de fiestas de un hotel vienés, donde sirven tarta Sacher bajo las lámparas de araña y los caballeros zigzaguean por entre las faldas de las señoras para pasar a la habitación de fumadores y prender un Montecristo con un vaso de whiski en la mano. Recordaba a La Habana de Al Capone, y las noches en el Nacional donde un ventilador pesado movía el viento tropical y asfixiante de la madrugada.

Era un negro alto y flaco al que cualquier traje le venía grande. Las mangas de la americana le bailaban mientras se afanaba con el piano. La pajarita negra sobre camisa blanca resultaba enorme y enmarcaba un rostro huesudo y sonriente. Cuando se sentaba a hacer música, perdía todo gesto de complicidad; la concentración lo ponía trascendente y nadie podía esperar de él miradas cómplices, guiños de ojos, cualquier señal... miraba la partitura y apretaba los labios. Eso era todo.

Le gustaba espaciar las notas, o atropellarlas. A veces intentaba romper el ritmo, pero siempre volvía a su compás natural para alivio y goce del auditorio. Abusaba de las variaciones como solo un genio se atrevería, es decir, desafiante y repetitivo. Temerario. Mirando hacia delante restando importancia a sus digresiones bajo control.

Bebo Valdés tocaba sin gravedad, lo que lo hacía frívolo y tierno a la vez. Ligero y sensible. Bebo Valdés era un segundón deslumbrante, el mero acompañante de piano que terminaba usurpando la gloria de los cantantes con un semblante discreto y amable al que nada se le podía reprochar. Tocaba como por casualidad, pero su virtuosismo parecía no proceder tanto del aprendizaje matemático de los científicos, como de la pasión contenida de los enamorados no correspondidos.

Nadie hubiera sabido nunca si realmente lo estaba, esa es la verdad. Pero todos caíamos en la trampa de pensar que sí, que era amor, y que era triste lo que tocaba. Quizás el amor sea precisamente eso, pensar con gravedad y con tristeza lo que en esencia es un fingimiento alegre y volátil. Diría efímero, pero no me atrevo a tanto.

El CD maravilloso que todos escuchamos ahora tras su muerte, ese en que canta Diego el Cigala, sonaba incesantemente en el primer coche que conduje. Por entonces me daba la sensación de que la vida se abría y todo parecía posible, de que el futuro era una acumulación de promesas que iríamos cumpliendo. Sin embargo, aquella voz gitana, desgarradora, hablaba de lo contrario, de amar a dos mujeres a la vez y no estar loco, de que en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, de la imposibilidad de recordar el amor a los veinte años.

Yo casi tenía veinte años y no sabía nada de eso, pero me parecía fantástico.

Bebo Valdés y Diego el Cigala me acompañaron de coche en coche, y diría que de amor en amor. Ya saben, es algo común. No tardaron en juntarse dos amores a la vez, y no estar loco. No tardé en temblar de alegría. En besar otros labios extraños. En olvidarme de olvidar. En llorar sin que tú sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras (como mi vida). No todo fue siempre tan sublime, tengo que decirlo.

Sin saber por qué, me temo que por cansancio, el CD quedó relegado en casa junto a una montaña de discos apilados donde no molestaban. Cuando nos enteramos de la muerte de Bebo hace una semana, volví a recuperarlo. Llevaba tantísimo tiempo sin escucharlo que me gustó de principio a fin. De nuevo las escalas de uno y la voz de otro me resultaron tan prodigiosas como melancólicas. Era sábado. Puse el disco en casa mientras cocinaba. Menú para dos. Comimos la mitad. O no comimos nada. Cantamos.

La vida no ha ido mucho mejor desde esas primeras noches en el coche, al borde de los veinte años. Obviamente, hemos mejorado, hemos vivido. Hemos sentido casi todo lo que cantan. Fácil. Sin embargo, me gusta pensar que las promesas siguen siendo tan posibles como entonces, aunque no crea ya en un futuro sin renuncias y sin lágrimas negras. Como mi vida.

El sábado estaba cocinando algo ligero. Verduras y arroz, que se quedaron casi sin probar. Bebo Valdés tocaba frívolo, ligero. El cante de Diego el Cigala se rompía. Los dos jugaban a buscarse y a contradecirse. Yo había empezado también a cantar como por casualidad, y entonces comprendí el fingimiento del pianista, el dulce nerviosismo de perderse notas arriba o notas abajo frente al quejío gitano del desamor.

Tú me quieres dejar, canté. Yo no quiero sufrir, pensamos ambos. Contigo me voy, gitana, aunque me cueste morir, dijo Diego. Y Bebo Valdés interrumpió el lamento con un último golpe de piano. Y entonces nos quedamos ambos en silencio, sin nada que decir.

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José Martínez Rubio

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