X AVISO DE COOKIES: Este sitio web hace uso de cookies con la finalidad de recopilar datos estadísticos anónimos de uso de la web, así como la mejora del funcionamiento y personalización de la experiencia de navegación del usuario. Aceptar Más información
GRUPO PLAZA

Paquito el Chocolatero

CARLA VALLÉS. 16/03/2013 Y de repente, algo inusual sucedió. Lloré en público. Yo, que jamás me he conmovido visionando la película más tierna...

VALENCIA. En Valencia hay dos clases de personas: las que son falleras y las que no lo son. Años atrás yo me consideraba del segundo tipo, sin embargo, cambié de opinión el día que una de mis mejores amigas me comunicó que sería la fallera mayor de su falla y, como consecuencia, que sus más íntimas íbamos a formar parte de su corte. Obviamente, sin opción a la discusión. Así pues, embutida en un traje con el triple de peso que el mío, radiante (literalmente) con un kilo de ajuar prestado y tres esféricos moños perfectamente ejecutados por una amiga realmente habilidosa, me convertí en una pieza indispensable en un día muy especial para ella: la ofrenda.

A medida que avanzaba el paso y observaba el estado pletórico de mi amiga, un mundo desconocido hasta ahora para mí se me revelaba de golpe. Y de repente, algo inusual sucedió. Lloré en público. Yo, que jamás me he conmovido visionando la película más tierna posible en el cine y que jamás he derramado una sola lágrima en despedidas de inolvidables viajes de verano, me emocioné.

A pesar de los cuatro centímetros de capa de maquillaje sobre mi rostro y la palpitante sensación que causaba la tirantez de las millones de horquillas colocadas sobre mi cuero cabelludo, un par de lágrimas resbalaron sobre mis casi insensibilizadas mejillas. Genuinas, rotundas... valencianas. Aquellas Fallas las viví entregada a la fiesta de mi casal con cierto desenfreno e hinchándome a ibuprofeno.

El folclore, las cenas de sobaquillo, el olor a pólvora y el fragor nocturno producido por una amplia variedad musical de pasodobles se instalaron con fuerza y aceptación durante una semana sin tregua ni redención. Detractora con convicción a ponerme el blusón años atrás, tras esos días de celebración, otorgué al festejo mi bendición.

Y es que el ambiente fallero representa algo más que un simple alboroto verbenero de insaciable apetito cervecero. Sobre todo en una época en la que se torna vital elevar un lema comprometido por una tierra al que sus habitantes de siempre le han profesado amor verdadero ¿Qué valenciano no ha vivido en el exterior nostálgico por un cielo, las cuatro estaciones del año, mágico? ¿A quién de los nuestros no le sale un instinto criminal cuando los de fuera llaman a la paella "paellera"? ¿Qué autóctono de la zona no se ha entregado sin reservas al "estic més calent que un rabossot" estallando en alcoba en carnales fuegos artificiales? ¿Qué emigrante valenciano a la fuerza no se levanta cada día anhelando volver a su terreta cuando le surja una oportunidad más adelante?

Los valencianos nos situamos a la cola del resto de comunidades en el cumplimiento del objetivo de déficit establecido por Bruselas, cada mes la cifra del paro aumenta y nuestras entidades bancarias, lejos de ser sólidas (como afirman varios altos cargos en proceso de evaporación), nos inundan de pérdidas por culpa de unas preferentes entregadas en aluvión. O sea, humo.

Sin embargo, lo nuestro es cabezonería. A pesar de cargar con un contexto de regusto amargo, los valencianos no escondemos la cabeza ni nos quedamos de brazos cruzados por pereza. Los valencianos, y me refiero a aquellos de corazón fallero, nos merecemos buen agüero. Y somos muchos los que lo pensamos. Somos aquellos que amamos el jolgorio paisano. Aquellos que recibimos balas injustas pero luchamos para que las heridas no duelan en vano.

Aquellos que salimos en marea blanca a la calle o lucimos peinetas en la mascletà para mandar a "fer la mà" en multitud a los villanos. Aquellos que reclamamos con persistencia la condonación de nuestra deuda por acarrear un modelo de financiación insano (xé, collons, será per diners).

Así somos los falleros. En medio de una pesadilla ostentamos poderío mediterráneo y damos a los malos dolor de cráneo. Pues lejos de sentirnos intimidados, los valencianos nos envalentonamos cuando huele a quemado. Somos así de petardos. Supongo que por eso lloré aquella tarde de ofrenda. Cargado el ambiente de arraigada tradición, las Fallas nos refuerzan y recuerdan cuan tenaces somos cuando alzamos la voz juntos como nación.

En 1936, con el inicio de la Guerra Civil, la ciudad se convirtió en capital de República. Durante ese período, nuestra fiesta fue una oportunidad para reivindicar por parte de artistas e intelectuales valencianos a través de los monumentos falleros nuestra libertad. En 2013 la historia se repite no importa qué color cada uno acredite. Añadiré que en estas noches de orgullo no falte pues nuestro himno fallero, "Paquito el Chocolatero".

Comparte esta noticia

2 comentarios

colorin colorado escribió
24/03/2013 01:30

Querida Carla ....las fallas son valencia.... arte,color ,humor, ironía, olor, pólvora,sol,calor alegría,luz....emoción ,ofrenda, .... felices fallas..¡¡¡

Amparo escribió
16/03/2013 21:50

Querida Carla, Coincido contigo, no he sido nunca fallera, pero te diré que anoche cocinamos los amigos una paella en una falla cercana a casa, bebimos, comimos, bailamos y yo me acosté encantada de la vida, tradición y cansancio, alegre en estos tiempos tan complicados, besos y felices fallas. Espero que las disfrutes? Gracias como siempre!!!

Escribe un comentario

Tu email nunca será publicado o compartido. Los campos con * son obligatorios. Los comentarios deben ser aprobados por el administrador antes de ser publicados.

publicidad