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Valencia-Los Angeles-Valencia

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 16/03/2013 Sofía era maestra y venía de Guadalajara. Harta de servir mesas, se había graduado en la universidad como profesora de español...

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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LOS ÁNGELES (EE UU). Se calcula que en el año 2050 la población de origen mexicano representará más del 50% de los habitantes de California. Eso leí en un cartel a la salida de la Union Station, la estación de tren que intenta ordenar en vano la vasta geografía de Los Ángeles, desparramada por cerros, por desiertos, playas y llanuras, en cómodas casas unifamiliares o en barrios olvidados atravesados por autovías, en accesibles centros comerciales o en una sucesión infinita de calles cuadriculadas, perpendiculares y diagonales, que imprimen una sensación de agotamiento mental e inalcanzabilidad física a quien llega por primera vez.

Más del 50%. Eso ponía en la puerta de la Iglesia de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles, al parecer la primera iglesia que edificaron los mexicanos al establecerse en el pequeño monte que dio origen a la megalópolis en que se ha convertido hoy. Mexicanos, o españoles de finales del siglo XVIII. Quién sabe...
Bajé del metro en Union Station y me entretuve paseando por los corredores y salas de estilo colonial que antecedían a los trenes.

Me asomé a los patios, cuyos muros blanqueados brillaban bajo el sol de mediodía. Observé las ventanas oscuras, el empedrado rugoso, la silueta franciscana de las palmeras. Desde la puerta principal levanté la vista hacia la torre del reloj, un campanario que convertía al edificio en un lugar de entrada y salida, religioso, como de nuevo mundo.

Al otro lado de la calle se fundó exactamente Los Ángeles. Hoy lo llaman "el pueblo", o el pueblito mexicano, franqueado al norte por Chinatown y al sur por el centro financiero y el Downtown. Justo en medio, quizás en el corazón de una ciudad sin alma, se conservan los primeros edificios levantados por las once familias que se asentaron en medio de la nada, a los pies de las montañas de Hollywood.

Paseé por la plaza del consulado, donde dos hombres disfrazados de aztecas con plumas y taparrabos quemaban incienso, bailaban al son de los tambores y pedían dinero. Crucé por delante de la iglesia hacia aquellas primeras cabañas, hoy convertidas en restaurantes de madera medio baratos, en improvisadas casetas para vender helados, en tiendas de souvenirs de donde cuelgan sombreros de colores, máscaras de luchadores y marionetas de cantinflas.

Pasé un rato entretenido entre los cachivaches. Comí tacos y enchiladas con iced tea rosebud flavour por ocho dólares. Compré un dulce blanco y enorme en forma de bola, tan apetecible como empalagoso. Escuché de fondo un corrido de los Tigres del Norte, la verdadera banda sonora chicana. "Somos más americanos que todititos los gringos", gritaba uno de los cantantes entre compases de acordeón y gritos del público.

En medio del simulacro se exhibía, mezcla de orgullo y solidaridad, ese cartel: en el año 2050, la mitad de los angelinos serán de origen mexicano. "Sé qué significa el origen", pensé, "pero no lo que permanece de él".

Pasé varios días en Los Ángeles y la última noche me encontré cenando en un restaurante invitado por mexicanos, escuchando música en directo bajo el fulgor multicolor de una serie infinita de plasmas que emitían partidos de baloncesto en todos los rincones del local. Burritos y 'coronas', decidieron.

Sofía era maestra y venía de Guadalajara. Harta de servir mesas, se había graduado en la universidad como profesora de español y, en cambio, se ganaba la vida enseñando inglés a los hispanos que llegaban a California a trabajar. Vivía sola con su hijo después de separarse de su marido, de origen armenio. "Es trabajador como nosotros", decía, "pero sacó la avaricia de su padre".

Josefina aún continuaba estudiando. Cruzó la frontera con 16 años y un niño, y ahora vivía con el tercero. Iba a la universidad porque los dos hijos mayores ya se habían marchado de casa. Trabajaba y llegaba a casa de noche. Se metía en los parques a hablar con los chavales que fumaban marihuana. "Yo no soy policía", confesaba, "pero soy madre".

Anne Marie estaba a punto de graduarse. Escuchaba con los ojos bien abiertos y cuando hablaba, lo hacía pausadamente, con una sonrisa y interrumpiéndose a cada instante con un "you know, so...". Su madre, con la que vivía, se burlaba de ella diciéndole que le prestaría las muletas antes de que acabara sus estudios. "Por fin a los 43 años lo voy a hacer, you know", me contaba que le respondía.

Blanca había obtenido una beca para empezar su investigación doctoral sobre feminismo y literatura. Era brillante. Se marchó pronto de la cena porque había dejado a sus dos niños con la babysiter y debía recogerlos, acostarlos y terminar de escribir un pequeño ensayo para el día siguiente. Esa noche había prometido cantarnos con la banda una canción de Paquita la del Barrio, que andaba esos días en Los Ángeles de concierto. Se emocionó cuando le dije que en España también la conocíamos y que mi preferida era "Tres veces te engañé". Sin embargo, ella prefería "Rata de dos patas".

Lorena llevaba 17 años sin regresar a Guatemala y era la directora del grupo de baile folklórico de la universidad, "Esplendor". Insistía en que saliéramos a bailar, y a alguno logró convencerlo. Diseñaba sus propios trajes mexicanos, los cosía con sus propias manos.

Miguel nació en Jalisco pero llevaba toda su vida en Los Ángeles. A los 30 años estaba a punto de graduarse en la universidad. Era educado, amable y hablaba con una sinceridad conmovedora. Volvía regularmente a México, pero el próximo verano quería llevar a su sobrina de 17 años por vez primera a ver a la familia. La última noche me dijo que tenía el plan de venir a España a enseñar inglés, pero que estaba pendiente de un programa de intercambio.

Me absorbían sus historias. Ellos ya eran americanos al 50%. Quizás el promedio pueda darse incluso dentro de una misma persona.

Al día siguiente Miguel se molestó en llevarme al aeropuerto. Nos despedimos. Nos deseamos suerte y esperando vernos pronto a la otra parte del mundo. Yo cogí el avión que atravesaría los más de 9.000 kilómetros rumbo a casa. Al origen, imagino. Quién sabe dónde, en realidad. "Sabes qué es el origen", pensé. "Sabes dónde se ubica". "Pero qué difícil saber quién eres", continué. Quién eres. Qué intentas ser. Qué te dejan. Dónde. Cómo. Y qué queda de todo ello después de tanto.

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José Martínez Rubio

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