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Mi padre fue comunista

JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 02/03/2013 "Escuchaba la música emocionante de Buena Fe y me dolía el contraste..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. Mi padre fue comunista, yo no tanto como él. Eso canta Pedro Luis Ferrer dentro y fuera de Cuba. En Youtube. Arriba del escenario. En un plató de televisión. Imagino que también se le puede escuchar en Miami. Mi padre fue fidelista, yo no tanto como él. Y avisa: pero quien toque a mi padre, tiene que darme también.

Conocí esta canción días antes de volar a La Habana, hace un par de años. La encontré saltando de vídeo en vídeo, porque hacía referencia a ella el cantante de Buena Fe, otro grupo de la isla.

Israel, que así se llamaba uno de los chicos del grupo, antes de cantar "La otra orilla" para el exilio cubano en Florida, se acordaba de la ética de Pedro Luis Ferrer, de Frank Delgado (por un lado), y de la ética de Willy Chirino y de Celia Cruz, a pesar de ser tan salseros (por otro). Las dos orillas. Las dos Cubas.

Fue Bibiana Collado, especialista en poesía cubana, la que me pasó esa primera canción, y la que luego desató muchas otras. Los días previos al viaje, repetía una y otra vez "La otra orilla", una elegía por los desaparecidos que se lanzaban al mar, camino de los Estados Unidos. La guardé en el mp3, para escucharla en el avión, en el hotel que daba al Malecón, en la piscina del Nacional.

Los balseros, llegaran o no llegaran, siempre desaparecían para la isla, engullidos por el estrecho o por la historia (dependiendo de las mareas de cada semana, o de los tiburones, o de los controles de los guardacostas norteamericanos). La dignidad y la distancia son más de noventa millas, decían. El futuro salió nadando, también.

Pronto escuché "Guantanamero" y me pareció la mejor de todas. Veía la actuación por internet, en un concierto que grabaron en la Plaza de la Revolución, atestada de gente con banderas azules, blancas y rojas, y me resultaba profundamente emocionante. Todavía hoy me lo parece cuando vuelvo a ver la grabación y la tez morena de los músicos dorada por el sudor nocturno del Caribe, y la locura del público al escuchar los primeros acordes de la canción. Vivo en el país que no se ha cansado de pretender ser el más equitativo, decían.

Cuando pocos días después me planté ante la explanada de la Plaza de la Revolución, la encontré completamente vacía, desierta (como siempre, me dijeron). Resultaba criminal pasear bajo el sol de Balseros cubanosmedio día, por delante de la figura sobreimpresionada del Che Guevara en el monstruoso edificio de oficinas del Ministerio del Interior. Así que hice un par de fotos sin trascendencia, y ya no volví.

El resto del viaje dejé pasar el tiempo caminando entre la Habana Vieja y Centro Habana. Un taxi nos paseó por el Vedado y Miramar, nos subió al castillo del Morro y allí observamos la ciudad entera envuelta en lluvia, mientras el diluvio de media tarde se colaba por los agujeros de la capota del coche, donde intentábamos resguardarnos del aguacero.

Pasé cinco días en La Habana. Al volver a casa, escuchaba de nuevo la música emocionante de Buena Fe y me dolía el contraste. Descubrí a Pedro Luis Ferrer y a Frank Delgado después. Me aliviaron (en parte) del fracaso de no haber sentido la misma emoción estando en la isla.

Esta semana era la última en la que se podía visitar en Valencia La Habana del Flaco, una exposición programada por el MUVIM en torno a las fotografías de José García Poveda, tomadas en la capital cubana desde principios de los años 90. Cuba se abismaba entonces a la pobreza del "periodo especial" y el régimen de Fidel Castro se quedaba solo tras la desintegración de la Unión Soviética, como un satélite ortodoxo girando en la órbita melancólica de un fracaso histórico.

Las imágenes son bellas, como bella es La Habana. Son duras, poéticas, demoledoras; como bella, dura y demoledora es La Habana.

Tres chicas sonríen a cámara sin timidez sentadas en el Paseo del Prado. Dos mujeres esperan sentadas a que pase un autobús por La Rampa bajo los carteles de bienvenida de Juan Pablo II. Un ritual de santería mezcla la transparencia de un velo blanco con la negritud del santero. José María Aznar observa a dos trabajadoras apilar puros Cohiba en una fábrica presidida por un retrato gigante del Che, que lo observa desde la eternidad de los mitos. Juan Carlos I, en visita oficial, posa nervioso para los fotógrafos en una escalera desbordada de trabajadoras con uniforme y mirada indiscreta.

Edificios en ruinas, preñados de vida. Mulatos serios, sin camiseta, bailando salsa. Una bicicleta a punto de ser golpeada por una ola que rompe sobre el Malecón. Pintadas en los muros de los colegios con versos de José Martí y de Silvio Rodríguez. Con dibujos de Fidel en traje militar. Con frases necrófilas y triunfalistas de la Revolución. "Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre..."

Y junto a todas estas imágenes, los textos del Flaco se vuelven oscuros a medida que la utopía socialista se convierte en pesadilla, a medida que el puerto de Mariel se llena de balseros, a medida que la carne, el pan y la alegría se agotan.

Todo el mundo puede describir La Habana, pero nadie sabe explicarla.

Bibiana Collado vivió unos meses en la isla, trabajando en la universidad para su investigación sobre poesía. Fue ella la que me trazó mentalmente el viaje antes de marcharme, y la que me ayudó a descifrar a la vuelta todos los significados que aún guarda ese país. Fue ella la que me invitó al silencio sobre la Revolución, la forma más pura de la disidencia pero también la forma más pura del amor.

"Todo era hermoso, desde el primer ministro hasta la muerte de mi padre", decía el poeta cubano García Montel añorando el tiempo de las certidumbres. Esta semana, en un seminario de latinoamericanistas, Bibiana nos leyó, como por casualidad, un verso de Reina María Rodríguez, que decía: "Si creyéramos en algo, sería más perfecta la ilusión de verdad".

Cuánto amor cabe en el dolor de un fracaso, pensé. Y cuánto se puede añorar una ciudad tan maravillosa y tan cruel como La Habana. Igual de maravillosos y de crueles como son nuestros sueños. Lo que hemos deseado. Lo que hemos perdido.

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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