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JOSÉ MARTÍNEZ RUBIO. 16/02/2013 "El lujo y el glamour del festival de Cannes no hubiera permitido..."

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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VALENCIA. La segunda vez que Rafa Nadal ganó Roland Garros, yo lo vi morder el trofeo a escasos metros de la tierra batida del Bois de Boulogne, una tarde espléndida de junio. Nunca me ha interesado el tenis, ciertamente, pero por aquellos días me encontraba con unos amigos en París y, no sabemos por qué extraño motivo, acabamos haciéndonos con unas invitaciones para presenciar la final del torneo desde un pabellón contiguo a la pista central.

Nuestro entusiasmo suplió momentáneamente nuestra ignorancia, pero conforme pasaban las horas, bajo el sol de media tarde en pleno verano, nuestro entusiasmo se convirtió en angustia. Concretamente en una angustia rosada y picante sobre la piel.

Rafa Nadal ganó a Roger Federer por segunda vez y nosotros corrimos a la pista central, imagino que para protegernos también del infierno, en el momento en que los primeros espectadores comenzaban a abandonar el recinto. Subimos las escaleras del estadio y, a contracorriente, se nos abrió ante nosotros la gradería ribeteada de verde y de marrón, escalones y tierra, pancartas de BNP Paribas y flores amarillas en los laterales.

En el foso, Nadal posaba con el trofeo para la prensa y hasta allí bajamos. Nos miró y se acercó con un rotulador enorme para firmarnos en cualquier lugar que no habíamos previsto. Sé que nos hicimos una foto con él; alguna vez la tuve, pero nunca más la he vuelto a ver.

El mismo verano y el mismo grupo de amigos, unas semanas antes, alquilamos un coche y reservamos plaza en un cámping cercano a la playa de Cannes. Habíamos conseguido que la universidad nos tramitara unas acreditaciones para entrar en alguna de las proyecciones del festival, aprovechando que todos (excepto yo) estudiaban en un departamento puntero en cine contemporáneo. La mañana en que llegamos a la Croisette, hambrientos y (en mi caso, dadas las expectativas) en bermudas, paseamos por la alfombra roja y nos sentamos en un pequeño jardín con césped y sombra frente al hotel Martínez (sic) a prepararnos unos sándwiches de queso con tomate.

Lo recuerdo perfectamente, queso con tomate, porque en ese preciso instante apareció por un lateral una nube de fotógrafos haciendo chasquear sus cámaras. En medio de los gritos, vimos aparecer a Penélope Cruz y a Carmen Maura, bellísimas, abriéndose paso con pudor y con una sonrisa de estrellas. Nos quedamos petrificados ante la posibilidad de que cualquier fotógrafo advirtiera nuestra presencia y disparara contra la cutrez de nuestro picnic.

El lujo y el glamour del festival de Cannes no hubiera permitido semejante escena con latas de mejillones, bañadores y mochilas harapientas para pasar unos días en la exclusiva Côte d'Azur... por mucho que Almodóvar estrenara ese año, en ese lugar, 'Volver'. Sin embargo, no hubo ninguna foto hacia nosotros. Ni tampoco hubo ninguna por nuestra parte.

¿Cómo contar todo esto sin poder probarlo? Quiero decir, todo esto es verdad, pero siempre me costó justificarlo: colarnos en Stade Roland Garros, ver a Nadal en la final, comer mientras Penélope Cruz paseaba por nuestro lado, gritarle "guapa" a orillas del mar. Ni siquiera una foto. Ni siquiera una firma, como un certificado notarial de nuestra admiración.

"Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato", dice una de las novelas más inteligentes de los últimos años: Santa Evita. Lo que no se puede demostrar, no es cierto. Lo que no se cuenta, no existe. Y eso es trágico, la verdad.

Solo hemos de fijarnos en la manera que tenemos de viajar, o de celebrar cumpleaños, o de salir de fiesta un fin de semana. Todo son fotografías, repetidas una y mil veces, no para verlas más tarde como un bonito recuerdo, sino para certificar que nosotros estuvimos allí, para dar cuenta ante los demás de que existimos. Es paradójico, pero cierto: no fotografiamos para retener momentos, sino para crearlos, para proyectar su existencia sobre los demás. Las cosas solo ocurren cuando los demás lo saben. Y eso, insisto, es dramático.

Las cámaras digitales, con su opción de borrar las imágenes, ha conseguido precisamente lo contrario: multiplicarlas, precisa Juan Villoro. No existe mayor precisión para ese acto obsesivo de fotografiar que el verbo "capturar". Capturamos imágenes, lugares, personas, pensando que las acumulamos en una memoria personal y experiencial, cuando lo que hacemos en realidad es darles estatuto de realidad, certificado de existencia. Si algo no sale reflejado en una pantalla, en cámaras, en televisiones, en ordenadores, deja de existir.

Nuestra subjetividad en pleno siglo XXI ha cambiado de tal modo que solo lo manifiestamente socializado es verdad. Viajamos no para conocer lugares, sino para reconocer aquellas imágenes que configuran nuestro imaginario sobre esa ciudad, y repetir los significados que obligatoriamente debemos contrastar una vez allí.

La verdad no es solo una categoría abstracta. La verdad es un reconocimiento por dos partes.

La semana pasada una amiga me confesó que se había escapado un fin de semana a París (a París... con puntos suspensivos) con otro amigo. Todo es muy complicado, puesto que ambos tienen (o tenían) pareja. "No se lo digas a nadie", me pidió. "Obviamente que no", la tranquilicé. La vi nerviosa, pero íntimamente emocionada por la aventura. "Necesitaba contárselo a alguien", añadió entre risas cortadas. "Me imagino. No todo va a ser vivir en B, sin declarar", contesté. "Sobre todo para que pueda existir", pensé, pero no se lo dije. Si no, vaya drama fugarse para que nadie lo sepa. Para que no sea verdad.

Las teorías del caos

José Martínez Rubio

Becario de investigación en la Universitat de València
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2 comentarios

José escribió
19/02/2013 00:22

Pues sí. Que no nos falte creatividad. El resto (sándwich incluido) es cierto.

18/02/2013 17:46

Buenas tardes: cierto como la vida misma. Muchas veces los seres humanos "necesitamos" imaginarnos cosas para seguir con nuestra rutina.Otras veces no somos lo suficientemente ¿listos? como para testimoniar la veracidad de alguna cosa y quedamos como "seres muy imaginativos"pero,mientras existan la imaginación existira la creatividad. Algunos consideran que, imaginarse cosas es ser "mentiroso compulsivo" y no es así. Pero, si me lo permite decirle a Ud que, no pongo en duda que Ud con sus amigos se hallan comido un sandwich frente al Hotel Martinez son las cosas que los jovenes se pueden permitir cuando son eso "jovenes". Un saludo aqui lluvioso pero a cesado.Atte Alejandro Pillado Rio-Verde-Marbella 2013

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