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crítica de cine

El descendiente (George Clooney)
De Sudán a Hawai

23/03/2012 "Lo que podría ser un melodrama al uso se convierte en una reflexión sobre la inexistencia de paraísos, y la imposibilidad de encontrar una escapatoria..."

VALENCIA. El cine es un espectáculo dirigido a las clases populares. Así es al menos como nació, a finales del siglo XIX, en un contexto de cambio profundo en la sociedad occidental. Un cambio que se produjo también en el campo de la cultura, que pasó de tener un componente elitista a una democratización total. Al tiempo que se fueron realizando conquistas sociales en terrenos como la educación, la sanidad o los derechos laborales, otro de los logros fue el nacimiento y desarrollo de la cultura del ocio. El trabajador no tenía que ser una mera fuerza productiva sino que tenía que contar con tiempo libre, que podía usar en, por ejemplo, ir al cine, que se convirtió en el entretenimiento de las masas.

El cine pasó a ser, de este modo, una herramienta política, puesto que derivó de inmediato en un medio con una tremenda capacidad de influencia. Las películas eran vistas por millones de personas en todo el mundo, de modo que los distintos países establecieron códigos de censura. Para que la imagen del país fuera positiva, la censura norteamericana determina, así pues, qué se puede mostrar en una película, y se penaliza la distribución de cintas que dan una imagen poco edificante del sistema capitalista o de las que albergan un contenido sexual poco tolerable.

¿Qué hacer entonces con los actores? ¿Cómo los domesticamos? Esta pregunta no ha tenido nunca una respuesta sencilla. Porque una estrella de Hollywood representa una imagen, un modelo de vida, al igual que las modelos o los futbolistas. En el caso de estas otras profesiones, el proceso de domesticación ha sido muy efectivo, basado en la retirada de las ofertas laborales: si hablas, a la calle. De hecho, hoy todos pensamos que todas las modelos son idiotas que aparecen en los concursos de belleza diciendo cosas como "África está en el norte de Europa" o "mi mayor preocupación es la paz en el mundo". Por su parte, lo normal es que los futbolistas sean ceporros de remate incapaces de articular en las ruedas de prensa frases más elaboradas que el "sí, bueno, el fútbol es así y no quiero hablar de los árbitros".

Pero no es tan fácil silenciar a los actores por muchos motivos, entre ellos, porque viven de la palabra y es más difícil separar su discurso público que lo que dicen en las películas. Veamos el ejemplo de George Clooney. Hace unos días, llegaba una fotografía a las redacciones de todos los medios de comunicación: el galán del cine actual era detenido en Washington por protestar ante la embajada de Sudán por la crisis humanitaria provocada por el presidente de aquel país.

La imagen era curiosa porque no parecía una instantánea al uso. Bien vestido y tan guapo como siempre, sin perder la compostura, Clooney aparecía con las manos atadas a la espalda y conducido al furgón por un policía. No era el manifestante con look Manu Chao, bufanda palestina y cara de emporrado. Tampoco cumplía el requisito de los manifestantes que tanto le gusta detener a Paula Sánchez de León: Clooney ya cumplió hace años la mayoría de edad.

Esta imagen puede causar extrañeza porque los medios de comunicación de derechas nos han metido en la cabeza que los actores españoles no pueden protestar. Actores como Guillermo Toledo o Pilar Bardem han sido totalmente estigmatizados por participar en protestas pacifistas, lo mismo que hacen en Hollywood constantemente estrellas como George Clooney. ¿Qué habrían dicho nuestros periódicos de haber detenido la policía a Javier Bardem en la puerta de la embajada de Sudán en Madrid? ¿No tendríamos acaso montones de columnas de opinión de gacetilleros ignorantes de derechas exigiendo al gobierno la retirada de subvenciones a nuestro cine?

La diferencia radica en las distintas tradiciones. Mientras aquí el franquismo impuso un régimen de terror y censura en el que los actores, artistas e intelectuales no podían decir absolutamente nada, en Estados Unidos la historia de Hollywood viene desvelando desde sus inicios tensiones por la libertad de expresión. Cojamos el ejemplo de dos figuras icónicas del cine norteamericano: Charles Chaplin y Humphrey Bogart. El primero fue siempre un activista a favor de los derechos civiles y las libertades políticas, lo que le valió que tuviera que exiliarse a Europa cuando ya era una de las figuras más conocidas de la cultura occidental. El segundo llegó a manifestarse en Washington pidiendo el cese de los juicios políticos en su país en los primeros compases de la "caza de brujas".

El compromiso político de ambos es bien conocido (si bien Bogart acabó reculando por miedo a las represalias) y no ha servido para devaluar su legado artístico sino para engrandecerlo. Porque, como decíamos, es muy difícil separar discurso político de producción cinematográfica y por eso es muy difícil domesticar a actores como Clooney. Ya en sus primeras películas, Chaplin mostraba su ideología progresista, hasta el punto de que su personaje, el vagabundo Charlot, era un marginal, un auténtico desclasado perseguido siempre por la policía y el sistema. Clooney se inserta en esta tradición, desciende de esta concepción del artista como agente político.

Así, los actos públicos de Clooney no resultan tan sorprendentes porque son totalmente coherentes con su trabajo. Ya comentamos su visión ácida de la sociedad en su última película como director, Los idus de marzo. Pero como una estrella elige bien sus proyectos y participa en su creación incluso cuando se limita a actuar en las películas, tenemos reciente otra de sus películas, Los descendientes, en la que también se muestra un mensaje sarcástico y crítico con nuestros tiempos actuales.

La película está dirigida por Alexander Payne y narra la historia de un abogado que vive en Hawai y cuya vida da un vuelco al entrar en coma irreversible su mujer tras sufrir un accidente con una lancha motora. Lo que podría ser un melodrama al uso se convierte en una reflexión sobre la inexistencia de paraísos en nuestro mundo, sobre la imposibilidad de encontrar una escapatoria. Incluso en sitios paradisíacos como Hawai, la gente enferma, muere, se divorcia, se pelea y lucha a diario con sus problemas. Vamos, como en todas partes. Como dice la voz en off de Clooney al principio de la película: "¿El paraíso? Que se vaya a tomar por culo".

Al igual que en el anterior largometraje de este director, Entre copas, el lugar no es un espacio físico sino también un espacio político. Los personajes de Los descendientes viven una serie de problemas que resultan cotidianos en cualquier ciudad, pero que parecen inconcebibles en Hawai. No existe ningún sitio a salvo de la porquería de mundo que nos ha tocado vivir y toda esta vorágine autodestructiva movida por los intereses urbanísticos y especulativos arrastra a todo el mundo hacia un pozo sin fondo.

En la película, también aparece la expansión inmobiliaria como uno de los ejes temáticos, y la heroicidad del personaje de Clooney consistirá en detener, por unos pocos años, esa expansión. Eso es lo que tenemos que hacer, no resignarnos. Luchar en la medida de nuestras posibilidades, que siempre son mayores de las que pensamos. Cualquier espacio sirve para la lucha, sea una playa de Hawai o una embajada de Washington. Y que ladren los dobermanes todo lo que quieran. Al fin y al cabo, para eso les pagan.

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