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crítica de cine / estreno

'Moneyball'
Deporte, ejército y narcóticos

MANUEL DE LA FUENTE. 03/02/2012

VALENCIA. Los espectáculos deportivos constituyen uno de los pilares sobre los que se sostiene nuestra sociedad. La gente aguanta horarios abusivos en el trabajo, sueldos ínfimos, horas extras gratuitas, vacaciones cada vez más breves y la presión constante de ser despedido por un capricho del jefe de turno bajo la excusa de la baja rentabilidad. Es más, se cierran empresas, se recortan derechos, se quedan en la calle miles de trabajadores a diario y se mantiene un clima de terror endulzado, eso sí, por los neologismos sofisticados que se inventan los de las clases dirigentes, que son unos cachondos: que si "mileuristas" en lugar de "precarios", que si "minijobs" en vez de "contratos basura", etc. Todo eso da igual mientras llegue el fin de semana y se oferte la droga que ayude a aguantar una semana más: esa sustancia narcótica llamada 'fútbol'.

Con la dosis semLeni Riefenstahl y Adolf Hitleranal de fútbol, uno puede exorcizar sus frustraciones diarias y gritarles al árbitro y a los jugadores todo aquello que no puede decirle a su jefe. Los políticos lo saben, y lo vienen utilizando desde hace años con un invento con el que reforzar los sentimientos de pertenencia a la comunidad: las selecciones nacionales, de modo que los distintos países luchan entre sí en lo que supone una metáfora de las guerras. De hecho, son guerras en tiempo de paz, para que todos nos sintamos más unidos y patrióticos.

Los ejemplos son numerosos, y abarcan desde el uso que hacía el franquismo del fútbol como propaganda política hasta los enfrentamientos en los mundiales, con duelos (Argentina-Inglaterra, Inglaterra-Alemania, etc.) que siempre se leen en términos de ajustes de cuentas de conflictos históricos del pasado (las Malvinas o la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo).

El cine también entendió, hace ya bastantes años, esta relación tan evidente entre política y espectáculo deportivo, sea éste fútbol, baseball, fútbol americano o incluso atletismo. Porque, para empezar, encontramos que quien sentó las bases de ambos acontecimientos (el político y el deportivo) fue una misma persona: Leni Riefenstahl, directora alemana de los años 30, la oficial del nazismo y favorita de Adolf Hitler. Riefenstahl dirigió dos películas fundamentales. La primera fue El triunfo de la voluntad (1935), un documental sobre el congreso que llevó a cabo el partido nazi en Nuremberg en 1934. Su pericia técnica, compositiva y narrativa fue tal que, desde entonces, todos los espectáculos políticos que vemos hoy en día en la televisión (mítines y encuentros) se basan en esta película.

La segunda fue Olympia (1938), documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Su ritmo y planificación novedosos, así como sus ideas para filmar las distintas pruebas, fueron otra vez determinantes: las retransmisiones deportivas de televisión actuales son deudoras de esta película. Así, de Olympia son las imágenes que hemos visto mil veces de Jesse Owens ganando carreras ante la mirada de Hitler. La directora nazi demostró que no se pueden separar deporte y política, y mucho menos cuando el deporte es profesional, mueve cantidades ingentes de dinero y se usa intencionadamente como herramienta de distracción patrocinada por Coca-Cola, Nike, Adidas, y otras ONGs preocupadas exclusivamente por el espíritu del mens sana in corpore sano.

Se trata de una lección muy bien asimilada por el cine norteamericano, que ha desarrollado todo un género basado en este precepto, el de vender, cómo no, el orgullo del modo de vida estadounidense a partir de historias edificantes protagonizadas por esforzados deportistas que se enfrentan al sistema para demostrar que, en la tierra de los hombres libres, todo es posible y cualquiera puede triunfar. Sólo se necesita tener una buena idea, ganas de trabajar y mucho sacrificio. A partir de esta concepción nos llega la última película del género, Moneyball, protagonizada por Brad Pitt.

El primer ingrediente de estas películas es que sea uno de los "deportes rey". Nada de boxeo que muestre la corrupción ni cosas así. No, sólo deportes positivos, como el baloncesto (en películas como Hoosiers: más que ídolos) o el fútbol americano (Titanes: hicieron historia, con Denzel Washington). En esta ocasión, se ha optado por el baseball, rememorando aquella chorrada con Keanu Reeves que se tituló Hardball (2001). El segundo condimento es narrar una historia de superación personal, de entusiasmo contagioso, de fe inquebrantable. Y el tercero, claro está, contar con un actor con gancho, una estrella, que haga que todos nos identifiquemos con esa historia modélica del hombre hecho a sí mismo.

Todo esto se da en Moneyball, la historia edificante que, además, se basa en la vida real de Billy Beane (Brad Pitt), el mánager general del club Athletics de Oakland. Su equipo es una auténtica banda, de modo que recluta a un licenciado en Económicas en Yale que tiene un método que promete reformular todo el baseball, un método basado en estadísticas que le permite anticipar qué jugadores están infravalorados en el mercado, ficharlos y empezar a ganar partidos contra todo pronóstico. Beane no es un Jorge Valdano cualquiera, ya que, como mánager, se consigue imponer a su entrenador, y le ordena qué jugadores tiene que sacar en cada partido y en qué posición. Y lo mejor es que consigue salvar su puesto y ni siquiera es obligado a dimitir.

A partir de aquí, todo en Moneyball sigue esos patrones tan definidos como alejados de la realidad. Para empezar, la película es un fiel reflejo del modelo de triunfador que vende el cine: este conseguidor tiene que ser blanco, guapo, atlético y joven. Tan joven y apuesto que se enfrenta constantemente con los asesores del club y el entrenador, todos señores muy mayores, muy gordos y muy feos. Ellos representan el sistema, y Brad Pitt es el David que lucha contra Goliat, ayudado por el empollón que ha ido a la universidad.

El mánager, además, es buen negociador, un tipo listo que se mueve como pez en el agua en el mercado de fichajes. Su mundo es el de las altas esferas profesionales, donde no hay corrupción, donde todo se hace con luz y taquígrafos y donde los jugadores son buenos chicos que no montan follones, que ni siquiera se van nunca de juerga y que aceptan sin protestar cuando el mánager les tira del club. Todo es tan cándido, limpio y con tanto "fair play" que, más que baseball profesional, la película parece retratar un equipo cadete de fútbol danés. No hay corrupción, sólo buenos sentimientos porque, ¿cuál es el secreto del mánager del club? Pues es evidente: "Think different", como dice en un momento de la película. En Estados Unidos, con una buena idea te basta para triunfar.

Y confianza, mucha confianza. Porque el deporte profesional es como el ejército: tienes que meter disciplina a los tuyos, descubrir tácticas novedosas y vencer al adversario a toda costa. Nada de "lo importante es participar", no, que aquí lo que cuenta es ganar a toda costa, de modo que Billy Bean se toma las derrotas deportivas como una cuestión personal, como un atentado a su orgullo: "De estas cosas, nunca me recupero", llega a comentar. Porque así es como hay que concebir el deporte, como un si fuera el ejército. Los jugadores hay que alistarlos como en la película Doce del patíbulo (1967): se ficha a la escoria y se les pule como si fueran diamantes en bruto, porque en la gloriosa sociedad norteamericana no se deja a nadie de lado.

Poco importa que al final llegue o no la victoria, igual que poco importaba que Rocky no venciese a Apollo Creed en la primera película de la saga. Eso son menudencias. Lo que cuenta es ese espíritu ganador con el que salimos del cine. Ese espíritu que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos, como el partidito de cada domingo. Luego llega el lunes y vuelta a la realidad, pero qué más da, si el próximo fin de semana nuestro camello estará ahí de nuevo para no faltar al suministro de la dosis.

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