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OPINIÓN / 'EL PEOR DE LOS TIEMPOS'

¿Quién teme a la inflación?

MARIAM CAMARERO. 08/02/2015

EL PEOR DE LOS TIEMPOS

Mariam Camarero

Catedrática de Economía Aplicada y titular de una Cátedra Jean Monnet en la Universidad Jaume I de Castellón
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VALENCIA. Hace un par de semanas se anunció la compra de bonos por parte del Banco Central Europeo, una decisión que fue adoptada por la Reserva Federal y otros bancos centrales desde 2008, mientras que en la zona euro se ha tardado bastante tiempo en tomar, en gran medida por las reticencias de Alemania y de otros países del centro y norte de Europa.

Aunque es pronto para tratar este tema, sí cabe intentar explicar de dónde proceden estas reticencias y cómo, a pesar de estar inmersos en un proyecto continental de integración económica que dura ya más de cinco décadas, existen diferencias sutiles entre los países que lo componen y que, en ocasiones, dificultan su funcionamiento. Los efectos redistributivos, desde un punto de vista fiscal, del programa de compra de bonos van a depender crucialmente de cómo se instrumente. Por lo tanto, voy a dejar para más adelante un análisis del mismo.

Cuando estudiaba Económicas en la universidad, durante los ochenta, me recomendaron una novela para entender la hiperinflación alemana. Se llama "Una princesa en Berlín", de Arthur R.G. Solmssen y fue publicada en 1980. Yo se la sigo mencionando a mis alumnos cuando hablamos de este tema o simplemente para comprender por qué los alemanes continúan teniendo una elevada aversión a la inflación.

Recién cumplido el siglo del inicio de la Primera Guerra Mundial, se han editado o reeditado múltiples novelas y ensayos sobre dicho conflicto, pero hay pocas narraciones sobre la República de Weimar. Es importante remitirse a esta época para comprender la historia monetaria de Europa y el punto de vista alemán pues, aunque la hiperinflación de los años 22-23 no sea la única explicación del sesgo antiinflacionista germano, ocupa un lugar preponderante en su (in)consciente colectivo.

Desde el inicio de la Gran Guerra estaba en circulación el 'Papiermark', moneda no respaldada por el oro cuando se creó y que tampoco pudo reforzarse al acabar la guerra, pues el Gobierno de la República de Weimar quedó en la ruina y no disponía de oro. Por tanto, el Banco Central Alemán (Deutsche Reichsbank) continuó emitiendo billetes sin respaldo, cuyo valor se fue erosionando en una economía desmembrada.

La situación empeoró con rapidez hasta convertirse en hiperinflación durante los años 1922-1923. Por poner un ejemplo, un pan valía 0,13 marcos en junio de 1914, 3,25 en junio de 1922, 1.200 en mayo de 1923 y 670 millones de marcos en octubre del mismo año.

¿Cómo se salió de esta espiral? Como diría Solmssen en "Una princesa...", eliminando 12 ceros: en noviembre de 1923 se introdujo el Rentenmark, que equivalía a Uun billón de Papiermarks, con un tipo de cambio de 4,2 Rentenmarks por dólar. El valor de la nueva moneda descansó sobre lo que más valor tenía en Alemania: se hipotecó tierra y bienes industriales por un total de 3.200 millones de Rentenmarks, de manera que los pagos semestrales sobre dicha hipoteca a cinco años fue lo que sostuvo la moneda.

Sorprendentemente, a pesar de carecer de significado práctico, restableció la confianza en el papel moneda como medio de pago. Al aceptarlos los granjeros a cambio de la cosecha de aquel año se restableció el funcionamiento de los mercados y, por ende, del resto de la economía. En 1924 se emitió la moneda definitiva, el Reichsmark, con una paridad 1:1 con el Rentenmark el cual, no obstante, continuó en circulación hasta 1948.

Sin embargo, una hiperinflación de estas dimensiones tiene, lógicamente, efectos "reales" sobre los ciudadanos. Los deudores se apresuraron a cancelar sus obligaciones a precios irrisorios, mientras que millones de personas se arruinaron por la pérdida de valor del marco, que destruyó, citando a Solmssen "todas las cuentas de ahorro, todas las pensiones, todas las pólizas de seguro de Alemania". Es decir, la clase media se convirtió en proletariado y, si bien los que tenían trabajo podrían seguir adelante "los que dependen de pensiones, capitales o ahorros se verán obligados a vender los cubiertos, los muebles y, en algunos casos, a venderse a sí mismos".

En un reciente informe del Deutsche Bank se hace un detallado repaso de todos los factores que pueden estar detrás de la aversión alemana a la inflación. La pregunta crucial es por qué a los alemanes les sigue preocupando la inflación en un momento en el que su tasa interanual fue un 0.2% el pasado diciembre y se encuentra por debajo del 2% desde 2012 y donde, a pesar de encontrarse en pleno empleo, no hay tensiones en los salarios. En realidad el problema lo tienen los países periféricos, más inflacionistas, que han pasado buena parte de la crisis corrigiendo los más de 20 puntos porcentuales de pérdida de competitividad que acumularon respecto a Alemania desde la creación del euro.

¿En qué difiere Alemania del resto? Desde un punto de vista económico, es a los deudores, tanto individuos como países (como hemos visto), a los que más beneficia la inflación. Por tanto, a países demográficamente envejecidos y ahorradores, la inflación les empobrece en términos reales. En Alemania, por otro lado, la forma de negociación colectiva es más cooperativa que en otros países y hay poca conflictividad en las empresas, muy expuestas a la competencia internacional y acostumbradas a moderar los márgenes y los salarios. Finalmente, incluso el crédito en Alemania responde de manera relativamente moderada al crecimiento económico y el mercado crediticio es poco propenso al calentamiento.

Pero, junto a todo lo anterior, hay factores culturales que han influido en la aversión alemana a la inflación. Además del peso de la hiperinflación sobre la memoria colectiva, la frugalidad es un valor clave en la educación alemana que se transmite de padres a hijos. Y que también se traslada a las instituciones. Después de la Segunda Guerra Mundial el nuevo marco alemán se identificó con el milagro económico, considerando la estabilidad de precios una fuente de prestigio nacional. De hecho, cuando Alemania se ha tenido que enfrentar a dilemas sobre si mantener un acuerdo de tipos de cambio o poner en riesgo la estabilidad de precios, la segunda ha prevalecido.

En 1971, ante el aumento de la inflación en Estados Unidos, no dudaron en abandonar Bretton Woods. Y en 1992, cuando Gran Bretaña necesitó financiación en divisas para mantenerse en el Sistema Monetario Europeo no se la facilitaron por el riesgo de crear inflación en Alemania, dejando que la libra esterlina saliera (quizás) para no volver. Como dijo el por entonces presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, "No todos los alemanes creen en Dios pero todos creen en el Bundesbank".

Por tanto, hay otros factores, de tipo cultural, que explican las diferentes propensiones a la inflación en Europa y que tiene que ver con las preferencias individuales. A la hora de realizar comparaciones internacionales, un estudio realizado en Noruega  sobre las preferencias temporales de jóvenes de toda Europa muestra que no en todos los sitios uno está dispuesto a realizar esfuerzos cuya recompensa se recibe en el futuro. Ante la pregunta de si preferían recibir 3.400 dólares hoy o 3.800 dentro de un mes, casi el 90% de los jóvenes alemanes dijeron que preferían esperar, mientras que en España, Portugal o Grecia apenas llegaban al 40%. Austria, Suiza y Dinamarca también superaban el 80%, como Alemania.

Que la mayor economía de la zona euro tenga estas características crea, por un lado, dificultades en el funcionamiento del BCE, pues a los países del sur de Europa les resulta más complicado mantener su posición competitiva. Pero, por otro, también  proporciona a nuestro Banco Central el margen para realizar operaciones de expansión del crédito (como las que comenzarán en pocas semanas) sin crear desequilibrios adicionales en Alemania.

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Mariam Camarero

Catedrática de Economía Aplicada y titular de una Cátedra Jean Monnet en la Universidad Jaume I de Castellón
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1 comentario

Miguel López escribió
08/02/2015 09:47

Muchos vimos en el Euro el mástil al que atar nuestra economía crónicamente devaluadora (como Ulises, cuando quiso oír a las sirenas), esperando que, llegado el momento, cambiaríamos la estructura económica del país, aunque fuera a la fuerza. Sin embargo, nuestras élites decidieron aprovechar los tipos bajos forzados por Alemania para recuperarse de su marasmo no para aumentar el valor añadido de nuestra producción (vía inversión, innovación y mejora de los recursos humanos) sino para crear la más grande y repugnante burbuja inmobiliaria de la historia de la Humanidad. Mientras tanto, el Banco de España fomentando la locura crediticia que trajo a 7 millones de inmigrantes al campo y a la obra. Una sola circular del BdE a las Cajas de Ahorro sobre garantías para el crédito promotor habría cortado de raíz el problema (con efectos para todo el sistema financiero). En nuestro entorno más cercano, los incentivos para abandonar cualquier industria en favor del negocio recalificatorio fueron irresistibles para la mayoría de empresarios. Mientras Alemania se ponía las botas vendiendo máquina herramienta y coches de alta gama a la periferia europea y a China, por el puerto de Valencia entraban los contenedores de manufacturas baratas (las que se hacían tradicionalmente aquí, como el texti o el juguete) con más que dudosos packing-lists ante la inacción de la Agencia Tributaria. Nuestro problema como país son nuestras élites, que no son capaces de forrarse sin destruir la base de su riqueza. Y nuestra solución está en cada uno de los que no somos élite, exigiendo un sistema político sin hipotecas ante esas mismas élites, en el que los representantes tengan que responder personalmente ante sus electores y en el que, de una vez por todas, asumamos nuestra responsabilidad de formarnos e informarnos antes de tomar decisiones. En particular, como predica PPCC, un primer paso sería reconocer que el inmobiliario tiene que hundirse definitivamente, arruinando a tanto rentista como hay pero permitiendo respirar al trabajador y al pequeño empresario que todavía tienen que pagar alquileres demenciales. Pero este sacrificio lo haría un alemán, no un español (ni un griego, por cierto)

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