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Francisco Brines
El ciprés de Elca

M. DOMÍNGUEZ / FOTOS: JESÚS CÍSCAR. 20/01/2015

VALENCIA. Cuando hablo por teléfono con Francisco Brines, para concertar la entrevista, lo encuentro un poco desanimado. Se queja de su salud, de su avanzada edad (ochenta y dos años), de sus últimos achaques. Pero, aún así, sus ideas aparecen enseguida en la conversación, con vivos destellos. Le pregunto si se siente con sufícientes ánimos para una entrevista y contesta, con ironía: «Quizá quien se desanime seas tú, cuando me veas». Y añade: «Vente, y así verás un viejo ciprés de mi jardín, que me tiene muy preocupado. Quizá tú sepas decirme qué puedo hacer...».

Unos días después, llegamos a Elca, la gran casa de campo de Francisco Brines, situada en el término de Oliva. La lluvia cae con fuerza, y durante un par de minutos esperamos dentro del coche a que amaine un poco, aunque al final nos lanzamos hacia la entrada de la casa, donde nos aguarda pacientemente un joven empleado del poeta. Al entrar vemos que aquéla es la puerta de la capilla, y que el suelo se encuentra levantado en algunas partes, con las baldosas hidráulicas apiladas en montones. «El ciprés ha levantado el suelo», me dice el joven. Desde la capilla se accede a la casa, de salas espaciosas comunicadas unas con otras, sin apenas pasillos. Es un caserón del siglo XVIII, donde los cuadros de época, las grandes lámparas de lágrimas de cristal y las sillerías isabelinas proyectan un sabor señorial y palaciego. Subimos por una escalera a la estancia superior, y en una amplia sala nos aguarda el poeta. Lo saludo y le comento que lo veo muy bien, y enseguida protesta: dice que anda muy despacio, que teme tropezar, que le cuesta moverse con comodidad. Avanza con su bastón, y sonríe: «Soy como un bebé mayor. Pero cuando cae un niño, todo son risas... En cambio, si caigo yo, no».

 

Miro por uno de los ventanales el valle de Elca, que se extiende hasta el mar. Al fondo se divisa la silueta majestuosa del Montgó, con su sombrero de nubes. Aquella casa se alza en una zona privilegiada, rodeada por los contrafuertes de las montañas de la Safor, y es natural que el poeta haya cantado aquel paisaje y que éste haya sido la materia básica de su obra poética. Aquel paisaje y la infancia transcurrida: feliz y tan lejana, fuente constante de su canto elegiaco. «Mi primer libro, Las Brasas, lo escribí íntegramente aquí... En verano íbamos a la playa, pero el mes de septiembre lo pasábamos en Elca».

En aquella casa, Brines desarrolló el gusto por la lectura, por el recogimiento, por la meditación. «En la playa todo era jugar... Aquí era distinto». En Elca se encontraba consigo mismo, con su voz dormida: «Escribo desde los catorce años. Eres pudoroso y no enseñas nada... Pero de pronto te encuentras con unas dotes que no son normales... Y lo que importa es lo que ocurre dentro de ti mismo. Lees y escribes, escribimos porque somos lectores. En la poesía hay mucho de innato pero también mucho de aprendido. Y esa metamorfosis, ese autodescubrimiento de uno mismo, tuvo en mí su pleno desarrollo aquí, en Elca».

Su voz pausada y algo velada resulta agradable, así como la precisión con la que escoge las palabras, y cuando no las encuentra pone los ojos en blanco y protesta: «¡Tengo la mente ajironada!». Afuera llueve de nuevo con fuerza, y los truenos retumban entre las montañas. Le pregunto si El Barranco de los Pájaros, que da título a uno de sus poemas más celebrados, pueda cerca. Me indica que superando el Pla del Frares, y me señala con el dedo un horizonte lejano de brumas y verdes intensos.

Aquel topónimo de Barranco de los Pájaros me resulta extrañamente singular y el poeta reconoce que es un nombre inventado: «Creo que en realidad es conocido como Barranco de les Covatelles... Cuando llueve mucho, lleva bastante agua, y en verano las adelfas tapizan su lecho de flores». Recuerdo aquellos versos, aquella descripción del barranco donde «la tarde se hace un pozo de sombras», y aquellas sensaciones de aventuras y descubrimientos que el poeta consigue transmitir al lector: aquella sensación de amistad y libertad.

«Siempre he sido rico en amistad. Mi vida en ese sentido ha sido plena. El amor, ya se sabe... Lo tienes y se va. La amistad es más desinteresada, no es tan intensa. Pocas amistades he roto yo, al menos de una manera consciente». Estoy seguro de ello: Francisco Brines es cordial y prudente, franco y al mismo tiempo muy atento hacia los sentimientos del prójimo. Resulta difícil escucharle una crítica dura y mordaz; siempre se expresa desde la prudencia y la mirada inteligente. Hablamos de Cernuda y me indica que éste sí que tenía un genio esquinado, y que jamás mostró debilidad alguna. Murió en el exilio, solo y amargado.

Le digo que está bien mantenerse fiel a uno mismo, y duda un poco: no por terco se es más inteligente. En cambio, eso es lo que más me fascina de la poesía de Cernuda: su radicalidad, su indoblegable opinión de España y de los españoles, su desgarrada amargura. Me cuenta una anécdota sobre Jorge Luis Borges: «Gerardo le pidió un autógrafo... Y cuando Borges le preguntó su nombre le contestó: ˝Gerardo Diego˝. Y Borges, el muy cabronazo (y Brines baja la voz al proferir aquella palabra malsonante), le espetó: ˝¡Pero aclárese hombre! ¡O Gerardo o Diego!˝».

Brines ríe rememorando todos aquellos recuerdos. Igual habla de Neruda («que de comunista nada, ¡era un burgués!»), como de Gil de Biedma, tan torturado como su poesía. «Gil de Biedma siempre te estaba examinando... En una ocasión me invitó a su casa en el mar, y no quise ir: pensé, ¡una semana de exámenes, no! Cuando nos conocimos me soltó que por qué hablaba de "lecho" en lugar de "cama" en un poema de Las Brasas... Le dije que aquel lecho estaba en medio del bosque y por tanto de cama tenía poco... Y Barral me dio la razón, algo que a Jaime no le sentó nada bien». Le comento que debería escribir sus memorias, que todo aquello que cuenta son anécdotas llenas de vida. Sorprendentemente, mi propuesta le parece insensata: «¡Eso sería mi condena de muerte! ¡Con lo tranquilo que estoy!».

EL DÍA MÁS JOVEN

Nos levantamos para ver la casa. Anda lentamente, pero su cabeza sigue lúcida y su conversación, profunda. «Estoy viviendo el día más joven que me queda de vida» me dice, celebrando mi presencia. Las paredes están recargadas de cuadros, algunos anónimos, otros de pintores con renombre. Pero de todos encuentra algo que comentar, alguna anécdota que explicar. Con el bastón va señalando cuadros, que si Ràfols-Casamada, que si Miró, que si este pintor resulta muy interesante porque... Pienso que aquella casa lo mantiene con vida: aquel caserón es una proyección de sí mismo, una traslación de su memoria, un palimpsesto de su existencia. Cada palmo de aquellos muros contiene sus vivencias, sus esperanzas y, ahora, en la vejez, todo le habla al poeta. Avanzamos muy lentamente, porque es premioso en el detalle e intenta explicarlo todo lo mejor posible. Me hace descolgar algunos cuadros y acercarlos a la luz tenue que entra por las ventanas, para así poder verlos mejor y leer una firma, que en aquel momento se le resiste. En las sillas se amontonan los libros, y los nombres de los poetas afloran por todos los rincones: Goytisolo, García Montero, Vinyoli,...

Por fin llegamos a su dormitorio. La parte izquierda de la cama (que no lecho) está literalmente cubierta de libros. «¡Me acuesto con ellos! ¡No sé si esta perversión tiene nombre!». Quizá se la podría llamar "librofilia", propongo... En las paredes del dormitorio cuelgan más cuadros, pero de pintores que le son más próximos y queridos: de Carmen Calvo (sus poderosos dibujos) y de su sobrina Mariona Brines (unos collages delicados). «Mira este desnudo de Cecilio Pla... Y este apunte de los hijos de Pinazo». En un rincón, pero muy bien situado, cuelga un cuadrito intenso de Lozano. «¡Esto es una leonera!» ríe ahora Brines, enseñándonos el baño, donde aún hay más cuadros. «Y este apuntito es de un buen poeta y pintor, José Saborit».

Afuera llueve a mares. Cada ventana se abre a una parte del jardín, con jazmines espesos, buganvillas y galanes de noche («que a veces huelen demasiado»). Me señala un cuadro de Michavila, dedicado: «Al gran poeta i amic Francisco Brines». Por el suelo hay un libro de las poesías completas de Catulo. Llegamos a su despacho, donde se conserva la colección de libros antiguos. Me enseña una edición de Cavanilles, las obras de Vives, y otros libros dieciochescos. Me sorprende aquella pasión por el libro antiguo: «Me entró el gusanillo buscando obras de Gregorio Mayans... Me encantó la tipografía, el papel... Antes, cuando llegaba a una ciudad, lo primero que preguntaba era dónde estaban las librerías de viejo».

Hablamos de Mayans y de su obra, de su correspondencia con Voltaire. «Mayans era muy religioso, aunque decía que había que leer a Voltaire para poder rebatirlo». Le pregunto, algo a bocajarro, si él lo es (en su escritorio hay un gran crucifijo): «¡No! ¡No lo soy! A los dieciocho años dejé de creer... Aunque entiendo que exista esa necesidad. La vida es un paréntesis entre dos nadas: la primera pura, la segunda, manchada por la vida... Y es natural que la gente no se resigne... Entre ser y no ser, ¡ser!».

FINAL DEL RECORRIDO

Subimos por una escalera bastante empinada a la planta de arriba, que antiguamente era la andana de la casa. Allí está el grueso de su biblioteca, en una planta preciosa, con el techo a dos aguas. Una imponente biblioteca, con primeras ediciones de sus poetas queridos (Cernuda, Huidobro, Neruda, la Revista de Occidente de antes de la guerra), así como las primeras ediciones de sus libros... Ahora, me dice, anda preparando su próximo poemario, que titulará: Donde muere la muerte. Ríe y sentencia: «ya no me queda mucho más recorrido».

Salimos al jardín. Ha cesado un momento de llover y me quiere enseñar el ciprés. Crece muy inclinado y, sin duda, amenaza con caerse, con arrancarse de cuajo por el peso. Le recomiendo una fuerte poda, para compensarlo un poco, y atiende muy serio mis sugerencias. Intento tranquilizarlo, tan angustiado lo veo de pronto, y le explico que las raíces del ciprés son nobles y profundas, algo que él repite en voz baja, como si se tratase de uno de sus versos y lo estuviese aquilatando. Al final me dice, con un suspiro, yendo al fondo del asunto: «No me gustaría que cayese antes que yo».

(Artículo publicado en el primer número de la revista Plaza de noviembre de 2014) 

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1 comentario

JPC escribió
26/01/2015 18:16

Muy buen escritor, siempre alabado y admirado por ello, pero es mejor persona. Acérrimo partidario del Valencia ni una mala palabra en contra de los aficionados de otros equipos. Lo he tratado como cliente: perfecto en el trato, sin querer ser más, a pesar de que podría, por su condición de escritor y posibilidades económicas. En el trato particular, da gusto escucharle. Es como si estuviera escribiendo cuando conversa. Es un número uno, sin discusión. Gracias, Paco, ha sido un placer tratarle.

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