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La tercera clase

15/10/2010 "Trescientos años antes de Cristo, Diógenes abandonó el tonel para recibir el sol mediterráneo y sentenciar: "La pasión por el dinero es la metrópoli de todos los males". Aserto filosófico que tiene su mérito ya que el legendario presocrático era hijo de banquero..."

VALENCIA. En aquellos tiempos parturientos de la respública y la democracia, los intelectuales hacían filosofía y política. Muchos sabios helénicos perdieron la vida en lances diversos y otros supieron inventar para la posteridad el complicado juego de combinar saber y poder.

Interesaba el poder más que la posición económica. Y el conocimiento, la calidad del discurso y hasta la gestualidad tenían un papel esencial en lo que se deseaba no sólo una ética sino una estética de la cosa política. Aquí y ahora, en el inicio del incierto tercer milenio, en la política no existen ninguna de las dos cosas. De un arte refinado y sutil se ha pasado a algo parecido a un juego de bolos. No cuenta tanto la armonía y el sentido común entre partes como la ambición de aplastar al contrario, la obsesión de la mayoría, la glotonería de ser apisonadora sobre la oposición.

En nuestras feraces tierras, los hijos de banqueros se hacen okupas y son los vástagos de las clases medias los que se empeñan en el sutil arte de la política. Y con mucha diferencia de los griegos la política contemporánea se ha separado del saber. Don Alejandro Lerroux mesaría sus bigotes, iracundo al comprobar la pobreza verbal de nuestros padres de la patria. Sólo un porcentaje mínimo de diputados toma la palabra a lo largo de la legislatura. Son los primeros espadas, algunos planos y rutinarios como una pista de aterrizaje, otros, los menos, brillantes en sus proclamas, insultos camuflados, ataques y peroratas, los que más mueven la sin hueso en los plenos y comisiones.

En ocasiones la cosa pública funciona igual que en una plaza de toros. En este coso el astado suele ser ese señor de la oposición más minoritaria, que defiende una, digamos, enmienda a la totalidad, en una tarde de lluvia tras los cristales y ante media docena de diputados que leen la prensa o juegan con el ordenador.

El día que, tras un debate en que se iban a matar unos a otros, vi horas después a los feroces contendientes compartir una botella de Ribera del Duero, chalaneando como amigos de toda la vida, comprendí la esencia, o la ausencia, de una recia clase política.

Curioso es que don Carlos Marx, que separó definitivamente la historia en dos clases sociales, no incluyese en sus tomazos de materialismo histórico a esta tercera clase que trata de sobrevivir con más pena que gloria en un nuevo siglo que augura autogestión tecnológica y que ha puesto de moda un liberalismo tan salvaje que esta clase puede llegar a ser tan obsoleta como las de Don Carlos y desaparecer como los dinosaurios víctima del poder real, el de siempre, el fáctico.

Que nuestra clase política está cogida en sus bajos por la oligarquía económica no es cosa nueva. El pensador búlgaro Todorov, ha demostrado lucidez en una reciente entrevista al señalar que los capitalistas ultraliberales y los comunistas totalitarios tienen un planteamiento común, ambos creen ciegamente en la necesidad de que el poder económico sea el motor del político.

¿Qué le queda entonces a nuestros próceres del Palau de les Corts Valencianes sino actuar como donángelsiseñor de los banqueros? La filosofía política y la solidez ideológica, y más en tiempos de negra recesión, han desaparecido del mapa, dando paso a un mesianismo ideológico estilo maoísta que da todo el poder al líder y el resto se reserva el derecho a ser la clac del show.

Ser político es hoy en día igual que ser funcionario, una bicoca de empleo y para algunos desaprensivos una manera rápida de hacer dinero. La ecuación es clara: para organizar y financiar el gran circo político de las elecciones -un espectáculo que se repite periódicamente al igual que los Juegos Olímpicos o el Mundial de Fútbol- hace falta mucho dinero privado y eso ha convertido a nuestros servidores públicos en ejecutivos comerciales despojados de ideología. En comerciales que con el maletín de imitación de cocodrilo van visitando los hogares pidiendo el voto como quien oferta una vajilla de plata a buen precio. Ya no cuentan los argumentos, la dialéctica de la razón, sino el eslogan de promesas que cuanto más imposibles de cumplir más venden.

A medida que pasa el tiempo la ciudadanía comienza a bostezar ante el cansino espectáculo de la lucha política entre partidos que, vistos de cerca, parecen salidos de la misma madre. Se entra en el templo democrático de los valencianos, en un día de Pleno, lugar sacrosanto según definición de Francisco Camps, y se observa lo que hay a vista de pájaro desde esos incómodos púlpitos dedicados a la prensa. Se percibe entonces que la práctica de la política está lejos de lo que quería la república helénica. Se trata de un muermo garantizado.

En ocasiones, el hemiciclo, el lugar público por excelencia, con luz y taquígrafos, es una representación de una obra de Beckett. 'Esperando a Godot', exactamente. Son momentos muertos, colgados en el espacio y el tiempo, y con pocos diputados presentes, como cuando una corrida de toros de mediocre cartel con un coso con demasiados claros.

La política real, las decisiones, la estrategia de la zancadilla, la búsqueda de traidores, ahora llamados tránsfugas, se cuecen mientras tanto en el laberinto de oficinas y sedes que tiene los partidos asignados. El debate parlamentario es entonces tan sólo una representación ensayada y ya prevista en las cocinas secretas del palacio valenciano de la calle de los Caramelos. Y como en el coso taurino aquí hay sol y sombra, cachondeo y vulgares maneras. La sombra es para la mayoría, por supuesto, y el sol es de la oposición.

En ocasiones, tras una intervención de algún esforzado portavoz en la tribuna, los diputados de ambos bandos se miran en silencio, como estatuas, como preguntándose si llegarán a algún sitio allí sentados toda la mañana y con el único movimiento de los ujieres cambiando sin cesar el vaso de agua que nadie bebe o los periodistas dándose codazos para tener un lugar de observación. La visión cenital de ese semicírculo que huele a sudor perfumado, a tejidos, a colonias, a tinta y papel, provoca cierto estupor en el testigo del juego político.

Es entonces cuando al observador, al que Umberto Eco llamaría 'el hombre contemporáneo', se le erizan los pelos de la nuca al comprobar que el espacio político está vacío. Que ha sido reemplazado por un zoco moruno donde la que más o el que menos desea medrar. Saltar de un poder a otro. En otras palabras, no bajarse jamás de la moqueta hasta que llegue la paga de la jubilación. Y la calle, la gente, el mundo real, ¡ay! Es sólo un rumor molesto que se cuela por las claraboyas del parlamento de papel.

 

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