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CONTROVERTIDAS Y NUEVAS ESTRATEGIAS

Lo 'kitsch' como reclamo en la industria de los festivales

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. 08/02/2014 La contratación de Raphael para actuar en Sonorama pone de relieve el recurso creciente a los acentuados contrastes en forma de señuelos mediáticos por parte de algunos certámenes

VALENCIA. La noticia no lo es tal, a estas alturas, porque no debe quedar nadie en este país que aún no se haya enterado de que Raphael encabezará el cartel de festival Sonorama de este año, a celebrar el próximo mes de agosto. Pero durante un par de días, casi una eternidad en esta era de estímulos que se suceden con vértigo anfetamínico y fenómenos virales que prenden y se evaporan a la velocidad del sonido, el tema fue lo más comentado en los mentideros musicales de este país.

La elección de un artista tan teóricamente alejado de los parámetros de un festival calificado como indie chocó, y mucho, en determinados foros y tribunas. Pero el certamen de Aranda de Duero consiguió lo que buscaba: la mayor caja de resonancia mediática en sus quince años de historia, con presencia destacada en todos los informativos de televisión, en la prensa generalista y en las redes sociales, en muchos casos saturadas por soliviantadas discusiones acerca del tema. Y su página web colapsada durante todo el día. Bingo.

Si consultásemos a la dirección del festival, esta no tendría inconveniente alguno en argumentar motivos puramente artísticos para haber reclutado al histriónico cantante de Linares. De hecho, así lo han hecho ya cuando algún medio ha recabado su opinión. Pero es altamente improbable (por no decir imposible) que sus gestores no fueran plenamente conscientes del seísmo informativo que con ello iban a generar, o que no tuvieran la mínima noción de que asociar a una figura tradicionalmente ligada durante años a nuestro anterior régimen con un festival supuestamente moderno no iba a provocar, por contraste, reacciones tan encontradas como para convertirse en trending topic por un día. En esta clase de decisiones hay poco lugar para la ingenuidad.

No obstante, con un artista de tan vasto recorrido hay suficiente argumentario como para no rasgarse en exceso las vestiduras: sus anclajes de referencia, el pop ye ye de los 60 o, sobre todo, la canción melódica española de toda la vida (veta en la que las enormes composiciones que Manuel Alejandro le facilitó merecen capítulo aparte) no son ni muchísimo menos tan ajenas a los nutrientes cultivados por algunas bandas que ya han pasado por Sonorama, caso de Amaral. Y nadie entonces puso el grito en el cielo.

La asociación de Raphael con tiempos más oscuros de nuestra historia no siempre ha sido gratuita, desde luego, pero también cabe destacar (en honor a la verdad) que su constante omnipresencia mediática (en la pasada Nochebuena televisiva, sin ir más lejos) y sobre los escenarios en los últimos tiempos había licuado bastante cualquier asociación de su figura con la España en blanco y negro, y que había facturado reinterpretaciones de sus temas de toda la vida junto a gente como Alaska o Bunbury e incluso abordado antes material de Radio Futura, Kiko Veneno o Level 42 (en discos como Maldito Duende, de 2001).

De hecho, cualquiera que haya asistido a sus torrenciales bolos de más de tres horas podrá atestiguar su vigorosa salud escénica y el amplio espectro de edad del personal que frecuenta los auditorios en los que destapa su desmesurada vis gestual y su chorro de voz.

Hay, pues, puntos de encuentro que podrían suavizar ese contraste al que una lectura demasiado aferrada a estereotipos inamovibles (¿el indie como una tribu de principios sólidos? ¿la longevidad estilísticamente rígida en este país como inevitable sinónimo de caspa?) podría conducir. Y hay, sobre todo, una jugada redonda para ambas partes. El festival incrementa su posicionamiento en los medios sin menguar en asistencia (¿alguien va a dejar de ir por no comulgar con un artista?) y la nueva incorporación se asegura permanencia en la agenda mediática.

Y quién sabe si algún nuevo fan atraído por el reclamo de lo kitsch, entendido este en su acepción más literal, la de "arte que es pretencioso o pasado de moda" o "como copia inferior de un estilo existente", puesto que con esa idea preconcebida es como muchos sin duda se acercarán a él, en estos tiempos tan dados a la ironía postmoderna más cínica. En resumen, lo que los sajones llaman una win-win situation. Todos ganan, nadie pierde.

En esencia, la jugada no es del todo nueva. En unos tiempos en los que los festivales patrios intercambian sus participantes entre sí como si fueran cromos, y además gozan de un sólido suelo por lo que respecta a sus cifras de asistencia, la diferenciación obedece más a determinados guiños estéticos que a radicales cambios de orientación. Pequeños arreglos cosméticos que juegan sin recato alguno con las expectativas del público, aun a riesgo de que la chanza, como todo chiste repetido cien veces, deje algún día de tener gracia.

Si retrocedemos al verano de 2013, nos preguntaremos qué necesidad tenía el Low Cost Festival de Benidorm de recurrir a María Jesús y su inseparable acordeón como gancho promocional de una edición que, con Portishead o Belle & Sebastian, se perfilaba como la mejor de sus cinco años de vida. La razón es simple: reforzar su presencia mediática bajo el pretexto de la proverbial asociación entre la capital de la Marina Baixa y el turismo cañí de bajo presupuesto de los tiempos del desarrollismo, sabedores de que ni la actuación de Beth Gibbons y los suyos ni la de la banda de Stuart Murdoch iban a reportarles mayores índices de asistencia (no había más que ver cómo de despoblados estaban sus conciertos en comparación con el de Love of Lesbian, un día después).

Poco importa que la pintoresca aportación de María Jesús se limitase a un bolo paralelo fuera de recinto, en una sala de la ciudad (en la que actúa desde hace décadas). O a una versión del Dramas y Comedias de Fangoria, junto a algunos delirantes personajes del mundo de la farándula nocturna y con la base musical de nuestro Joni Antequera (Amatria). Todo muy kitsch, por supuesto. Además, siempre hubieran podido recurrir a la coartada de que no eran los primeros en marcarse un guiño de este estilo: el propio Bruce Springsteen saludó-cuatro años antes-al público de ese mismo recinto precisamente al ritmo de Los Pajaritos, dentro de la escala benidormí de su gira con la E Street Band, con el acordeón de Nils Lofgren como protagonista.

Apostando aún con más resolución por factores exógenos, resultó también muy llamativa la inclusión del DJ francés David Guetta en el FIB de 2012. El aperturismo del festival se había ido incrementando desde mediados de los 2000, pero lo que pocos podían prever es que el house de brocha gorda del ostentoso productor galo pudiera colarse como reclamo principal de una de las noches del certamen con más pedigrí indie de todo el país. La dirección justificó sin complejos su contratación, pero era vox populi que muchos de los trabajadores más veteranos de la organización se hacían cruces con esta cuestión en conversaciones privadas.

En síntesis, los festivales de este país parecen estar apostando por señuelos que rompen abiertamente con los patrones más previsibles y juegan a la confrontación de estereotipos. Quizá solo estén abriendo caminos con los que garantizar su pervivencia, al más puro estilo de esos festivales de jazz en cuyos carteles si algo cuesta localizar son precisamente músicos de jazz en estado puro. O quizá solo estén jugando a exprimir un filón de ocurrencias con fecha de caducidad. El tiempo lo dirá.

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