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UNA PESADILLA DE NAVIDAD

Atrapado en el último cigarrillo

ÁNGEL MEDINA. 04/01/2014 "Encendí mi último cigarrillo en la calle y guardé el paquete vacío por no tirarlo en el suelo, que era lo que de verdad me apetecía. ¡Arrojarlo a la puta mierda!"

VALENCIA. No acababa de creerlo. Parecía imposible. Nunca había hecho caso de los maleficios, pero en esta ocasión pensaba que me habían echado el mal de ojo. Sabía lo de la crisis, lo de los cinco millones de parados y todo lo que estaba cayendo, pero que yo me hubiese quedado sin dinero y no encontrase la posibilidad de generarlo era como una especie de mal sueño, pero era la dura y triste realidad.

Primero lo intenté en mi ámbito: soy escritor. Visité periódicos y revistas de tirada nacional, cadenas de radio y televisión, después probé en publicaciones de segunda fila: prensa rosa, amarilla, salmón... Luego, desesperado, acudí a cuantos anuncios llegaban a mis manos e intenté colocarme de repartidor, paseante de perros, conductor, portero, vigilante de obra y no sé cuantas cosas más. Nada: no conseguí ningún empleo.

El cómo había llegado a esta situación era complicado y sencillo a la vez: me había dormido en los laureles. Estaba sin publicar mucho tiempo; unas cuantas inversiones mal hechas; una imprevista inspección de Hacienda y unas cuantas cosas más que se habían conjurado bajo una extraña trama zodiacal, me habían empujado hasta la ruina total en que me hallaba.

Mi cuenta bancaria estaba en números rojos, debía varios meses de alquiler de la vivienda, el colegio de los niños había dejado de pagarse también hacía tiempo. El teléfono estaba cortado y en casa suspirábamos cada vez que dábamos a un interruptor y la luz se encendía. ¿Hasta cuándo? nos preguntábamos. La nevera con telarañas. Y ningún comercio, ni tienda nos fiaba, ni siquiera los bares del vecindario.

Lo peor era la situación familiar. Mi mujer, que había dado pruebas de una entereza inusual durante mucho tiempo, empezaba a flaquear; se quedaba en la cama todo el día -indolencia y falta de ilusiones-, los niños desatendidos, la casa abandonada y sucia.

Mis hijos, que siempre habían tenido un excelente carácter y una inocencia rayana en la candidez, cada vez se mostraban más huraños y desconfiados. Sin entender plenamente lo que pasaba presagiaban la catástrofe.

Había entrado la pobreza en casa y con ella el miedo, que se había hecho dueño y señor de todo.

El suicidio había empezado a rondar mi cabeza, pero lo descartaba al instante y no por valentía; lo que me inducía a resistir era la curiosidad; como escritor, me interesaba saber hasta cuándo podría aguantar y cual sería el final.

Ahora estábamos pasando las Navidades: la Nochebuena, el día de Navidad, la Nochevieja, todos días terribles para mí. No habíamos ido a comer con la familia, por vergüenza, no habíamos felicitado a nadie, ni nadie nos había felicitado. Habíamos pasado estas jornadas en casa encerrados frente al televisor, hundidos en el sofá, repasando revistas antiguas.

Yo había apurado los culos de las botellas de vino barato que quedaban en la despensa y me había intentado aturdir con dos o tres copas de un licor chino con un bicho dentro, que encontré en un rincón de la cocina.

Los cigarrillos los encendía y apagaba después dos o tres caladas para aprovechar las colillas y prolongar su duración. Así llegó el día de Reyes y, al límite de mi capacidad de resistencia, salí de casa a mediodía.

Y mira por donde me encontré con un amigo de la infancia al que le iban bien las cosas y sabía de mi penuria. Me invitó a cuantos martinis cupieron en mi estómago vacío y, bastante borracho, aparecí, sin saber muy bien cómo, en la puerta del Corte Inglés, donde aún (eran las cuatro de la tarde) admitían cartas a sus Majestades. Yo me puse en la cola. La gente me miraba: era el único hombre sin niños y cuando llegó mi turno, le dije a Baltasar: ¡vete a la mierda! El Rey se quedó estupefacto y clavó sus ojos, como platos, en mí.

Y salí dando tumbos del lugar entre miles de luces de colores, música de villancicos y gente empujando en todas direcciones.

Encendí mi último cigarrillo en la calle y guardé el paquete vacío por no tirarlo en el suelo que era lo que de verdad me apetecía. ¡Arrojarlo a la puta mierda!

Cogí un taxi y me dirigí a mi casa, con los últimos euros que me quedaban en el bolsillo, pero antes de entrar en mi portal paré en un bar cercano. Pedí un wiski y salí a la calle a tomármelo para poder fumar. ¡Coño, me acordé que no me quedaba tabaco! Pero al sacar la cajetilla quedé sorprendido al comprobar que aún había un pitillo. Seguramente en mi estado catastrófico, no me había percatado de este superviviente. Le prendí fuego y estaba disfrutándolo como si fuera el último de mi vida cuando un cliente, vecino conocido, se me acercó para pedirme que le invitara a fumar. No me dio tiempo a decirle que era imposible, porque me cogió la cajetilla y sacó uno.

Cuando llegué a casa mi mujer con un cabreo descomunal por mi tardanza, sólo me dijo: ¡dame un cigarro! Yo, sin contestarle y para que viese que no le mentía al decirle que se habían terminado, le lancé el paquete y el encendedor, pero, ante mi sorpresa sacó uno y lo encendió. Yo, desconcertado, le pedí que me devolviera mis pertenencias y prendí fuego a otro que estaba pidiéndome a gritos que lo llevara a mis labios.

Y así llevo ya un año, continuo sin trabajo, pero sigo fumando de este paquete. ¿Baltasar?

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